Declaración de principios: soy un forofo vargasllosista, un fan, un adicto a sus novelas, un militante de su prosa, un seguidor gozoso de sus ensayos literarios (cuyas ideas tanto comparto), un admirador de cómo expone su pensamiento político (cuyas ideas tan poco comparto), un claquista de su teatro. No escribo estas líneas como crítico literario, ¡por fin!, sino como ciudadano radiante al ver que el jurado del Premio Nobel de este año se ha honrado a sí mismo galardonando a un autorazo, a un escritor que lo es veinticuatro horas al día, para disfrute de sus seguidores que no vemos el momento de que salga otra nueva obra suya: El sueño del celta, por ejemplo, enseguida, casi ya, a primeros de noviembre. Como decía el otro, ya que no me han dado a mí el Nobel, qué bueno que se lo den a Mario Vargas Llosa. Ya era hora.

Entré en su obra deslumbrado por las estampas de crecimiento e iniciación que se describían de modo tan vívido en los cuentos de Los jefes, tan a lo claro, tan presencial que así conocí Lima al dedillo sin haber puesto jamás los pies en ella. Seguí, encantado por el furor reivindicativo contra matones y dictadores y militares necios y profesores cómplices de una enseñanza brutal que destila La ciudad y los perros. Continué, asombrado por la prodigiosa composición de La casa verde, sus saltos en el tiempo sin avisar, sus trucos de magia en la creación de personajes, lo nunca visto para quienes aquí consumíamos sólo berza, eran los últimos 60, propinada por los «realistas socialistas» a quienes los dioses confundan. Proseguí, feliz y escandalizado, con la tragedia descrita en Los cachorros, con esa narración en primera persona de plural que, a la vez, es primera de singular y tercera de plural, así escrita para envolvernos, empaparnos en la historia que cuenta, sin un resquicio para dejarla, salvo absortos y convencidos de que así era posible escribir y de que, además, sólo así se podía escribir aquel argumento. Y, por fin, acabé cautivo y desarmado por Conversación en La Catedral, con mayúsculas iniciales, por favor, que no es «la catedral», es «La Catedral», nombre sarcástico de un chigre limeño cutre, «mucho peor que éste, mucho peor» me dijo Vargas Llosa, muchos años después, un día al salir de La Perla, aquel ovetense bar frente al teatro Campoamor. Era y es una obra maestra total, planilla a la que deben acudir todos quienes quieran contar lo que es y cómo funciona una dictadura, amén de un ejercicio de técnica literaria que, si de mí dependiera, sería asignatura obligatoria en todos los talleres literarios y universidades del ramo.

Fue por entonces, mediados de los 70, cuando don José María Martínez Cachero me dio cancha para escribir un a modo de tesina sobre Vargas Llosa, justo cuando andaba por librerías Pantaleón y las visitadoras, una novela con la que no sólo me reí a carcajadas, sino que releo cada dos años o en momentos de bajón anímico, remedio más que eficaz. Y fue entonces cuando conocí en carne mortal a su autor, en la Feria del Libro de Madrid, metiendo la pata como suelo y acostumbro. No sabía yo cómo entablar conversación con mi novelista de cabecera y sólo se me ocurrió preguntarle que qué tal con García Márquez, que si lo veía mucho, tan amigos como eran, pues yo había leído García Márquez, historia de un deicidio (la tesis de Vargas Llosa) y creía que estaban los dos escritores a partir un piñón cuando lo que estaban era a partirse la cara, como así había ocurrido, por un asunto que ninguno de los dos Nobeles ha querido aún hoy explicar en su totalidad. Me dedicó el libro, una sonrisa de circunstancias, un silencio embarazoso y me fui, ignorante de mí, pensando en qué altivos eran ciertos escritores.

Tardé años en deshacer aquel entuerto y pedirle disculpas por mi mentecatez. Lo hice, quizás, en una cena de la editorial Tusquets en Barcelona, no recuerdo. Ya me había divertido e informado con La tía Julia y el escribidor y caído de espaldas ante el regalo que supuso la prodigiosa La guerra del fin del mundo. De cualquier modo, me excusé ya cuando algunas voces, descontentas con la nueva deriva política de Vargas Llosa propagaban que estaba acabado, que ni Historia de Mayta (Sendero Luminoso: el pavoroso fin triunfante del terrorismo), ni ¿Quién mató a Palomino Molero? (una policiaca pequeñita), ni El hablador (las historias contadas como método para explicar o nombrar el mundo), ni Elogio de la madrastra (ahí coincido con esas voces críticas: nadie es perfecto) valían gran cosa, que Vargas Llosa era agente de la CIA, vendido al capitalismo monopolista de Estado y todo el aparato anatemizante de costumbre. Qué se podía esperar, decían, de quien se prestaba a ganar el Planeta (con Lituma en los Andes) o se había presentado candidato a la presidencia del Perú apoyado por los banqueros y en contra de un hombre del pueblo, un descendiente de pobres inmigrantes, un adalid de los humildes, un modesto ciudadano, decían, llamado Alberto Fujimori, hoy preso por ladrón, corrupto y violador de los derechos humanos, qué cosas. Gracias a no haber resultado elegido, hoy podemos leer El pez en el agua, memoria de aquella campaña, autobiografía magnífica, antes de que saliesen Los cuadernos de don Rigoberto, que tampoco me parece muy allá, ya ven ustedes.

¿Estaba acabado como escritor Vargas Llosa? No hay espacio aquí para hablar de Contra viento y marea, La verdad de las mentiras o Cartas a un joven novelista, es decir, de sus ensayos o colecciones de artículos. Ya escribí sobre El paraíso en la otra esquina o Travesuras de la niña mala, sus dos últimas novelas, no quisiera repetirme. Pero ¿estaba acabado ya en el año 2000? Pocos daban un duro por él, ya había escrito lo que tenía que escribir, caput, fin, acabado Vargas Llosa, ni le iban a conceder el Nobel ni nada de nada. Y, de pronto, sale quizá su mayor prodigio tras aquella Conversación…: nada menos que La fiesta del chivo, una novela que justificaría por ella misma este premio ayer concedido, perfecta, suplantadora de la realidad con la realidad de la escritura. Los precoces enterradores de Vargas Llosa tuvieron entonces que enfundar sus palas, agachar las orejas y tragar con tan monumental obra. Sé yo de un muy famoso escritor español, que tanto y tanto me tomaba el pelo en público por mi afición vargasllosista, que terminó la lectura de esa maravilla y estuvo más de tres horas en un bosque, rumiando su perfección.

Ya era hora, pues, de que los dadores del Nobel se pusieran las pilas y no metiesen la pata como en ocasiones suelen. Porque no es que uno, escarmentado, le tenga demasiada fe a ciertos premios tan politizados. Es que, gracias a este Nobel, muchos que no lo conocen van a vérselas ahora con un gigante, el peruano y español don Mario Vargas Llosa. Qué envidia, quién pudiera volver a leerlo como si nunca lo hubiera leído, como si fuera la primera vez.