Casi nadie lo recuerda ya, pero el casero de 13 Rue del Percebe de Francisco Ibáñez era una especie de Doctor Frankenstein con monstruo propio. "Sólo Dios puede dar vida", dictaminó el censor y el creador de Mortadelo y Filemón tuvo que agachar la cerviz e inventar una excusa ridícula para que el casero con aspiraciones divinas hiciera mutis por el foro, abandonara la historieta y lo reemplazara un simple sastrecillo. La anécdota ilustra hasta qué extremo llegó la censura franquista con el tebeo, un producto que cualquiera consideraría inocuo pero que desveló al régimen.

Lo cuenta el periodista e investigador Vicent Sanchis (Valencia, 1961) en su último libro, Tebeos mutilados (Ediciones B), que viene a ser la otra historia (la no oficial) de la Editorial Bruguera, la gran factoría del cómic español en el siglo XX, con permiso de la más familiar Editorial Valenciana (la de Jaimito, Pumby y El guerrero del antifaz).

Lo que estaba en juego era el adoctrinamiento (formación, si el lector prefiere eliminar connotaciones ideológicas) de las futuras generaciones y, de ahí, la fijación con los tebeos. Prueba de ello, explica Sanchis, es que cuando la ley Fraga de 1966 traspasa a los editores la responsabilidad del contenido de lo que producen y retira la censura previa, la medida no afecta a las publicaciones juveniles e infantiles, que continúan siendo objeto de revisión hasta el fin de la dictadura.

"Es entre 1950 y 1960 cuando el franquismo toma conciencia de que a los niños no se les puede dar cualquier cosa", razona Sanchis. En esa década redacta las normas que hará cumplir a rajatabla a partir de 1960, agrega el profesor de la Universidad Ramon Llull.

Sanchis compara en su libro cómics antes y después de la acción de los inquisidores del siglo XX y rastrea las escasas huellas de ellos que han llegado hasta hoy, tanto en el Archivo de Alcalá de Henares como en el patrimonio documental de Bruguera (el depositario actual es Ediciones B).

El Capitán Trueno, creado en 1956 por el catalán Víctor Mora y el dibujante valenciano Ambrós, fue una de las grandes obsesiones de la censura. Por su éxito, claro, y porque el cómic de aventuras representaba el paradigma de lo que se quería combatir, apunta el autor de Tebeos mutilados. "Hay una campaña contra el terror, el sadismo y la violencia", subrayaba el censor en una nota de 1965 contra Trueno Extra.

Ni el hecho de que el protagonista se dedique a perseguir infieles musulmanes salva al Capitán Trueno, tebeo que "la censura ma?tó", en opinión de Sanchis, como se ve en la reedición que se hace en los años 60, en la que "la persecución fue tan bestia que les obligaron a cambiar todo". "Los héroes tenían que ser carmelitas descalzos", ironiza el periodista, que en 2009 ganó el premio Joan Fuster de ensayo con Franco contra Flash Gordon, en el que ya abordaba la cuestión de la censura en el cómic.

Las consecuencias de los tijeretazos a Capitán Trueno fueron curiosas, con malvados que caían muertos como por obra de milagro al obligar a borrar espadas o flechas. Incluso el remedio fue a veces peor que la enfermedad, como la transformación de unas vikingas que se enamoraban de Goliath en hombres, que aparecían entonces en una actitud ambigua, como de homosexualidad.

Pero la censura llegó también al tebeo infantil. Carpanta no podía ser tan mísero como se diseñó porque en la España de Franco no se pasaba hambre. Zipi y Zape, modelos de rebelión contra la autoridad paterna, también se suavizaron con el tiempo. "Los personajes vivos y bestias de 1947 a 1958 dieron paso a otros, hasta 1970, infantilizados y endulzados", afirma.

En aquel ambiente de opresión funcionó lógicamente la autocensura. ¿Un ejemplo más? A uno de los dibujantes de Bruguera -Vázquez es el paradigma del ilustrador de esos años turbios- le llamaron la atención porque el policía burlado en un tebeo se parecía demasiado a los guardias españoles. Desde entonces, la norma tácita en el gremio de la plumilla fue dibujarlos como agentes extranjeros (bobbies británicos o gendarmes franceses).