La noticia más llamativa —y dolorosa— del sábado fue la muerte de Luis García-Berlanga Martí, en su casa madrileña, a los 89 años de edad. Para toda España fue la apertura de los telediarios y para la portada de los periódicos. Pero para el veterano cronista que esto firma tiene un especial relieve.

Fue allá por el año 1.955; tenía yo solamente 19 de edad; y el director de cine, que ya era famoso y popular, contaba 34. Y, alumno que yo era de la Escuela de Periodismo, quise conocerle y entrevistarle en su residencia de Madrid, dentro de una sección en la que aparecieron destacados valencianos que aquí habían cursado sus estudios; la sección, publicada diariamente en el vespertino Jornada, llevaba por antetítulo Usted estudió en Valencia.

Berlanga era la figura indiscutible de aquellos momentos en España; un par de años antes se había estrenado uno de los mayores acontecimiento cinematográficos nacionales, Bienvenido, míster Marshall, y su director había alcanzado ya fama universal.

En la conversación, le recordé haber visto el verano anterior la película en Cannes, y me extrañó que, pese a estar doblada, las imágenes de José Isbert aparecían habladas en castellano y sobreimpresas con letras en francés. Y recuerdo que Luis me lo aclaró de forma sorprendente: «No se encontró entre los actores de doblaje en Francia nadie con una voz tan efectiva como la de Isbert; y se decidió conservarla en español».

En aquella entrevista tuvo ya el valor —y así lo publiqué, sin ningún problema— que no llegó a rodarse la película Familia Provisional, y me dijo: «No. Y casi diría que por suerte porque era un folletón terrible. Y el guión de José Luis Sanpedro ´Los gancheros´ que estuvo a punto de rodarse, no pudo ser porque nos ha sido negado por la censura. La carta que acabo de recibir no habla más que de la negación. Y a ella nos hemos de ceñir».

Era así de sincero, y sin miedo a lo que pudiera ocurrir. Toda su vida fue lanzado. Cuando le pregunté por sus estudios en Valencia, me reconoció que, tras el bachillerato, se matriculó en Filosofía y Letras. «Aunque no llegué a estudiar. Luego empecé a escribir en periódicos y revistas haciendo críticas de cine, hasta que me vine a Madrid».

Me recordó que su afición al séptimo arte le llegó a decidirse a raíz de ver la película Don Quijote, de Pabst. Y ello le llevó a ser uno de los primeros alumnos del Instituto del Cine y a rodar las primeras películas: Paseo por una guerra amiga, El circo, y, ya en la década de los cincuenta, Esa pareja feliz, con Juan Antonio Bardem, y la que supuso el lanzamiento definitivo, Bienvenido, míster Marshall.

Su querencia por la ciudad donde nació no la ocultó nunca; incluso la cultivó. Y, tras aquella primera conversación, ya mantuvimos una amistad constante, que dejó de ser con encuentros frecuentes debido a su estado de salud, que apenas le permitía salir de casa, en una urbanización alejada del casco madrileño.

Evocaba mucho a su familia; su padre fue un acaudalado empresario en la comarca de Requena-Utiel, y su apellido estuvo desde la fundación ligado al Hotel Londres, en la calle de Barcelonina. Nos veíamos siempre que venía a Valencia; muchas veces en el salón de la chimenea del Ayuntamiento, con motivo de fiestas falleras; y también cuando acudía a menudo a Alicante, con el proyecto de llevar adelante la Ciudad del Cine.

En uno de los últimos encuentros, le recordamos la anécdota de un amigo suyo de los años escolares; un joven que alquiló —allá por finales de los cuarenta del siglo XX— una caseta en la playa y, a las diez de la noche, no había reaparecido a recoger su ropa. Se investigó y se le dio por ahogado. Las pesquisas no dieron resultado, y, tras el informe judicial, se celebró un funeral y apareció en la prensa un «obituario». Pero a los pocos meses la «vikinga» se cansó de él, y el muchacho regresó a Valencia, con la consiguiente vergüenza familiar y el pitorreo de muchos conocidos, que ya para siempre le apodaron como «el desahogao». Y ese hecho divertido lo evocamos y hasta pensó que podría ser el motivo de una película. Pero ya no le dio tiempo.

Su vida, un poco a modo de «memorias», apareció hace pocos años en un libro titulado un poco burlonamente Bienvenido, míster Cagada, pues esta última palabra la utilizaba Luis siempre cuando algo no salía convenientemente y había que repetirlo. Lo escribió en colaboración con un amigo de siempre, Luis Franco, y allí aparecen anécdotas, recuerdos y casi diríamos sainetes de una trayectoria que queda ya para la historia del cine, de Valencia y de España.