No hay que llorar por Tony Leblanc. Le haríamos un flaco favor a su memoria. Dejó claros sus deseos cuando llegó el momento: «Que nadie se preocupe cuando me muera, nací para quitar las preocupaciones ». Su destino era alegrar a los demás con su trabajo, y no falló. Cuando dejó el ring por los platós, el manso Tigre de Chamberí demostró que tenía mucho gancho para ganarse la simpatía de los espectadores con una vis cómica que no excluía dotes para la seducción de mujeres rendidas a su garbo irresistible, capaz de convertir el timo de la estampita en arte. Poco noble, pero arte al fin y al cabo de la calle.

Leblanc se movía por la rúe madrileña como pez espada en el agua, y gracias a él muchas comedias de los 60 conservan hoy una frescura insólita por su enorme talento para combinar vulnerabilidad con mucha cara dura y un toque de chulería nada arrogante. No me digan cómo diablos lo hacía, pero lo hacía. Dice Santiago Segura que era como Cary Grant, casi na, y en cierto modo lo era, porque él también se convertía en coautor de sus películas, pero Grant tenía más apego a una imagen de elegante y repeinada displicencia, y jamás habría aceptado la demolición de su personaje como sí hizo el gran Tony en los pequeños Torrentes: las únicas escenas memorables eran suyas y sólo suyas. Era, más bien, un cruce castizo entre Tony Curtis, con quien compartía nombre, y Jerry Lewis, con quien podía competir en poner caras raras. Seguro que hubiera sido un formidable actor dramático, pero lo suyo, recuerden, era quitar preocupaciones, aunque la vida le hubiera arrollado cuando aún le quedaba mucho por reír.