Si el siglo XX fue el tiempo de los divos hablo de ópera, el XXI lo es de los programadores y de los directores de escena. La transición resulta paralela al declive de la palabra, ya sea escrita o cantada y a la pujanza del imperio audiovisual.

A mediados de los años cincuenta, Beniamino Gigli competía con el recuerdo de Enrico Caruso; Jussi Björling pugnaba por el cetro mundial de los tenores con Giuseppe di Stefano; la Callas rivalizaba con la Tebaldi. El Covent Garden idolatraba a Victoria de los Ángeles, mientras que en Bayreuth reinaba Hans Hotter. En El Cairo debutó el canario Alfredo Kraus, un tenor llamado a marcar la línea del buen gusto durante las siguientes décadas. Era, sin duda, una época que funcionaba con premisas muy distintas a las nuestras.

Si vemos alguna ópera de aquellos años en DVD nos sorprende su pobreza escénica, los decorados de cartón piedra, la escasa gestualidad de los cantantes. La única preocupación era el canto. Pero los divos pasaron a un relativo segundo plano, sometidos a la voluntad vanguardista de los directores de escena: un Mozart ambientado en un puticlub, un Verdi representado en unas letrinas públicas o un Wagner pasado por la estética mafiosa de Los soprano se han convertido en práctica habitual. La modernidad de las propuestas buscaba conmover la conciencia del público y suscitar la reflexión sobre los grandes temas contemporáneos.

Entre los programadores de ópera, ninguno ha generado tanta polémica como el belga Gerard Mortier. Cuando fue nombrado director del Teatro Real, la mayoría de aficionados madrileños lo recibió entre el desprecio y la indignación. Se trataba de una afrenta a la tradición, y por tal se entiende a Plácido Domingo, Kraus, Carreras, Juan Pons o la gran Caballé. Mortier divo único no dudó en tildar de provincianos los gustos musicales de los abonados del Real y habló de la necesidad de abrir ventanas, de habituar el oído a las nuevas músicas y de actuar como puente cultural entre Europa e Hispanoamérica. Programó una especie de ópera pop compuesta por Antony Hegarty, de Antony and the Johnsons, y la compleja, estática y maravillosa San Francisco de Asís, del católico francés Olivier Messiaen. Quería contar con Pedro Almodóvar para dirigir la producción de una ópera de Verdi y sustituyó al solvente Jesús López-Cobos como director titular de la orquesta por una terna de batutas caprichosas y aburridas. No era ni es un hombre acostumbrado a callar sus opiniones. No era ni es un hombre cómodo. Pero lo cierto es que, en apenas tres años logró romper el aislamiento del Real y situarlo en línea con lo que se hace en Europa. Enfermo Mortier de cáncer, el Patronato del Real se ha apresurado a buscarle sustituto sin respetar ni siquiera las fórmulas básicas de cortesía. Joan Matabosch, su sucesor nombrado a dedo por el gobierno, cambia Barcelona por Madrid. No sería mala elección si se hubieran respetado las formas; esto es, una convocatoria pública de carácter internacional que no se rigiese ni por criterios de nacionalidad ni por la injerencia política. Sencillamente evitar el mal endémico del provincianismo y convertir en normal la búsqueda de la excelencia. E insisto, Matabosch, quien ha realizado un trabajo más que meritorio al frente del Liceu, no es una mala elección. Aunque no la mejor.