Versiones como la ofrecida en el cierre a la jornada de puertas abiertas en Les Arts no favorecen mucho la causa del Primer concierto para violín de Prokofiev, una obra maestra que, incomprensiblemente, ni el nombre de su autor consigue que sea tan frecuentada y por tanto conocida como debiera.

En el podio faltó constancia en los pulsos y respeto por los cambios previstos en la partitura tanto como sobró agitación, y una y otra vez se sintió una viciosa vinculación directa entre dinámica y velocidad: más fuerte, más rápido; más flojo, más lento. En el Poco più mosso del primer movimiento se aceleró hasta el frenesí; el Meno mosso se anticipó desde el pianissimo. Lo mismo que luego sucedería en el del último movimiento, la coda no tuvo todo el encanto sonoro esperable y deseable.

En el Scherzo hubo que soportar desde detalles como el exceso de fuerza en un tambor militar que ni de lejos se atuvo a la indicación ppp hasta traiciones métricas de mayor calado, como fue la ralentización de la tercera sección por cuenta del director. En los varios tramos del movimiento conclusivo en que solista y orquesta se reparten alternativamente melodía y ritmo resultó paradigmático comprobar cómo los brazos de Wellber se ceñían a la parte del primero, no de la segunda.

En cuanto a Dimchevski, se vio sobre todo lastrado por la carencia de la mínima uniformidad tímbrica entre todos los registros que parece condición básica para tocar este concierto. Y en un pasaje como el nº 51 no consiguió hacerse oír por encima de sus colegas de instrumento.

Lo de la cantidad y la calidad se aplica aún con más rigor a la Patética. Wellber no amalgamó ni siquiera el falso vals del segundo movimiento, lo cual despertó el interés de lo exótico pero hizo imposible la grazia. La ventaja fue que, llevado a 4, el final del tercer movimiento ya no se pudo acelerar sin devenir ventilador. Seguramente para impedir el aplauso extemporáneo, el final se abordó en attacca, y posiblemente por lo mismo el primer calderón se abrevió al máximo.