Josep Franco (Sueca, 1955) se lo debía a Joan Fuster. Y su deuda es colectiva: de una generación, como mínimo; de un país, quizá. Franco fue uno de esos jóvenes visitantes noctámbulos de la casa de Fuster en la calle de Sant Josep de Sueca y le debía el tiempo dedicado, "ahora lo sabemos todos, a redimirnos, a rescatarnos de la mediocridad provinciana a que nos habría condenado, sin él, la historia contemporánea".
La declaración está extraída de las primeras páginas de Amb Joan Fuster pel país de l'aigua (Publicacions de l'Abadia de Montserrat). El libro -algo de guía fusteriana de Sueca, algo de relato memorialístico y otro tanto de ensayo- es la forma del novelista de expresar su "orgullo" por las horas compartidas con el "sabio" Fuster (Sueca, 1922 - 1992) y el "reto" de "hacer alguna cosa, la que sea, por hacernos merecedores de la herencia que nos dejó".
Sobre herencias y testamentos, Franco, colaborador habitual de Levante-EMV, repasa los vaivenes políticos en torno a la biblioteca del "mestre" y su casa para concluir que está muy bien que ese legado material se conserve en Sueca, pero invita a ampliar miras, porque el legado ideológico "ha de abrirse al mundo y ha de ser un patrimonio colectivo".
Josep Franco se traslada a la Sueca de sus 18 años, a las veladas en el bar El Ràpit, las partidas de truc y los viajes ("políticos") a Valencia y ("sexuales") a Cullera. Una vida previsible alterada, con menos frecuencia de la desedada, por las noches en la "casa iniciática" de la calle de Sant Josep.
Ante la casa "iniciática"
Una casa "remotamente modernista y un poco cursi" a cuyo morador no podían visitar cada día porque "tenía que trabajar para ganarse el jornal". Y lo hacía en la soledad y la tranquilidad de noche, en una vieja máquina de escribir. Pero, a pesar de las dudas, iban siempre que podían, tras ser introducidos por profesores "trotskistas", políticos de partidos "radicales" o amigos de más edad.
"Llamábamos con el corazón en un puño" y esperaban la aparición de la figura alta del "solitari de Sueca", en bata de franela, un pijama de tergal "siempre impoluto" y unas zapatillas de fieltro. "Estudiaba el grupo, con una sonrisa", y apartaba la cortina para demostrar que tenía la casa llena o invitaba a pasar.
Si así era, el ritual dentro no variaba: sentados en círculo, alrededor de una mesa cubierta de libros, discos y papeles, frente a la máquina de escribir y una vieja silla de brazos que luego cambió por una mecedora. Repartidos ceniceros y tabaco rubio, llegaba la "mítica pregunta": "Què voleu beure?"
¿Por qué soportaba a unas "criaturas insolentes"? "Creo que aprovechaba para estudiarnos", se responde Franco, "y para cerciorarse de que, a pesar de las apariencias y los esfuerzos del régimen por dejarlo todo atado y bien atado, algunas cosas habían empezado a cambiar".
Las conversaciones podían girar sobre cocina o sobre materialismo histórico, "aunque no tuviéramos ni remota idea de qué era eso". Lo invariable es que cuando Fuster hablaba, con su "ironía incrédula", todos escuchaban en silencio, "tratando de captar cada matiz intencionado".
La casa se llenaba de humo al tiempo que el nivel de las botellas White Horse y Torres menguaba. Hasta que el autor de Nosaltres, els valencians se levantaba y "nos enviaba a casa, porque tenía que escribir".
Franco evoca con nostalgia -siempre agridulce- aquellas noches como forma de reivindicar la figura del intelectual que emergió "con la fuerza necesaria para alimentar las ilusiones de un pueblo que parecía resignado a su suerte".
Pla, Palacios y bombas
Josep Pla, Bernat i Baldoví, Josep Palacios -"un pez que nada como ningún otro en las aguas de la ambigüedad"-, Fermí Cortés o el médico Jaume Lloret son nombres que acompañan al novelista en su recorrido por Sueca, la Ribera y algunas de las ciudades que Fuster destacó en El País Valenciano. Episodios como la cabalgata del Ninot en la que quemaron su efigie de cartón piedra y las dos bombas que sufrió hasta su muerte y las pequeñas disputas por el funeral), excepto los años finales de voluntario silencio público, son objeto de la mirada de Franco.
Cuando la llamada revisión del fusterianismo se acerca al antifusterianismo, el libro del vecino y discípulo -que haya sido editado en Cataluña merece una reflexión sobre la industria editorial valenciana- sobresale como contrapeso humano y nostálgico. En un país acostumbrado a las derrotas, Josep Franco reivindica a Fuster como "un clásico" insoslayable, en el sentido de "ejemplo" para generaciones. Ejemplo, pero no límite, precisa.