Como siguen diciendo por ahí que las mayúsculas no se acentúan (ojalá pillase yo al mentecato que propagó tal trola), redúzcase la cosa al absurdo. ¿Qué quiero decir con el título de mi columna de hoy si lo escribo con mayúsculas y, según esa doctrina necia, sin tildes, o sea «INGLES DE PULPITO»? ¿Hablaré en ella de «inglés» y de «púlpito» (por ejemplo: de un sacerdote que cite mucho en sus sermones a los anglos) o de las junturas del muslo y el vientre en cierto molusco (por ejemplo: un plato de cocina de diseño), caso de que ambas cosas tuviere el animalito? El recién clausurado VI Congreso Internacional de la Lengua Española no ha contado esta vez con ningún García Márquez que dijese que al carajo con la ortografía, con lo cual viviremos una temporada tranquilos quienes aún defendemos que están muy bien y son muy útiles las reglas ortográficas? hasta que la RAE decida cambiarlas, momento en que discutiremos las novedades que se produzcan y pasaremos así muy bien el rato. Por lo que sé, la Ortografía escolar dirigida por el académico asturiano Salvador Gutiérrez y presentada en aquel congreso panameño, no acoge novedades, sino que resume lo ya en vigor. Tranquilos, pues, los analfabetos funcionales: tranquilos también los gramanazis.

Internet, sin embargo, sigue animándose con estrepitosos terremotos ortográficos (por una nutrida parte) y con mensajes de almas caritativas que los vapulean (por otra, menos numerosa). Voy a recoger algunos de estos últimos. La ortografía sirve para bromear sobre ella: «Busco hombre de buena ortografía para tener una intensa relación textual», se pide en la Red. Enseguida, llega a los correos una advertencia salutífera: «La mala ortografía es una enfermedad de transmisión textual. ¡Protégete!». Y una explicación que ayuda a no confundir las cosas: «'Bebés y mamás gratis' no es lo mismo que 'Bebes y mamas gratis'». La ortografía sirve como vía de seducción según otros posts: «Si me gusta tu ortografía es porque me sugiere que sabes poner las cosas en su lugar, que puedo confiar en ti, porque quien respeta hasta la forma correcta de escribir una palabra seguro sabrá respetar cosas más importantes en la vida». Y no hay otra que la lectura para alcanzar ese estado: «Leer es como besar: a quien no lo hace con frecuencia, se le nota en la lengua». La ortografía genera consignas directas al entendimiento («La hache es muda, pero tú no eres ciego: escríbela») o al corazón («Un diccionario se suicida cada vez que escribes la letra 'k' en lugar de la letra "q"»). La ortografía cuenta con ventajas prácticas: acabo de leer cómo en scrabble (me gusta mucho llamarlo «cruzaletras») «la palabra 'KE' da seis puntos, mientras 'QUE' suma doce: el valor de escribir bien». Y la cosa va más lejos: «Las comas salvan vidas: 'Vamos a comer niños' no es lo mismo que 'Vamos a comer, niños'». La ortografía aguza la ironía: en una consulta en cierto foro de cierta web, alguien preguntaba: «¿Se escribe habeces o habeses?» La mejor respuesta fue: «A veces se escribe 'habeces' y a veces se escribe 'habeses'. Depende de lo bruto que sea el que escribe».

Aunque sigo pensando que aprenderse las reglas ortográficas no mata a nadie, ni produce traumas psicológicos, ni es una atentado fascista contra la libertad (o livertáz) del individuo, ni tampoco lleva mucho tiempo, la mejor escuela para presentar escritos que no den pena mora sobre su autor sigue siendo una práctica tan poco común como eficiente: leer buenos libros. Sin embargo, acaso haya que acercarse en casa y en la escuela a los nuevos lenguajes para hacer más atractiva tal actividad. O sea, como en aquella viñeta en la que una mujer enseña un libro a un niño estupefacto: «Se llama leer. Es la forma en que la gente instala nuevo software en su cerebro».