­De una belleza frágil y evanescente, tan delicada como la última pieza de una matrioska diseñada por un ceramista de la dinastía Ming, y, a la par, grávida y contundente, como si también el alma estuviese pertrechada por huesos flexibles y resistentes, ninguna alta estrella del firmamento de Hollywood ha brillado tan autónoma y desde tan lejos de los cocederos de intrigas de Beverly Hills „con más años, inclusive, de residencia en Europa que en América„, que Ingrid Bergman (Estocolmo, 1915-Londres, 1982). Hasta en los momentos más borrascosos de su convulsa „pero muy congruente„ biografía, mostró un temple inusitado para vencer el estigma y meterse de nuevo en el bolsillo al gran público; una paciencia infinita, con tal de no traicionar su libre albedrío, y una habilidad innata, a fin de cuentas, para hacerse la sueca.

Pese a su ajetreada vida fuera de los rodajes y las tablas, con cuatro amores manifiestos y otros tantos hijos en sus entrañas „tres de ellos de su breve y escandalosa relación con el cineasta Roberto Rossellini, a principios de los años 50, cuando, al inicio, ambos se encontraban en situación de bigamia„, nadie ha dado mejor parte de Ingrid Bergman que la veterana actriz Helen Hayes: «Muy pronto comprendí que esa mujer sólo podía sentirse como en casa en único lugar del planeta: trabajando y trabajando, interpretando sin tregua». Fue su compañera de reparto en Anastasia (1957), la película por la que Bergman obtuvo su segundo Oscar „de los tres que consiguió, la primera actriz que ha logrado triplicar el galardón„ y rodada justo al término de su relación con el neorrealista italiano, en el cénit de su carrera cinematográfica y en el ecuador de su convulsa, intensísima existencia, de bruscos cambios de timón. Diversos testimonios apuntan en ese sentido en Ingrid Bergman. A life in pictures (Una vida en fotografías), el volumen en edición de lujo que, a instancias de su hija Isabella Rossellini, acaba de publicar, en inglés, la prestigiosa editorial Schirmer / Mosel, radicada en Munich, como un adelanto al centenario de la actriz sueca, en el verano de 2015; una holgada antelación para, seguramente, lograr vender los derechos de traducción y edición a los más diversos idiomas.

Documentos del archivo personal

En estricto orden cronológico, desde el nacimiento hasta el multitudinario velatorio en Londres, ocurrido el domingo 29 de agosto de 1982 „el mismo día de su 69º cumpleaños, y luego de una lucha denodada contra el cáncer de mama, desde siete años atrás„, se ofrecen, en más de 500 páginas, otras tantas fotografías, la mayoría inéditas, pertenecientes al archivo personal de la actriz y a los álbumes privados de sus descendientes con Roberto Rossellini, Roberto y las gemelas Isabella e Isotta. Acompañadas por textos tan elocuentes y lacónicos como la propia Bergman „quien ratifica que su único modo de vencer la timidez era actuando, como si ella misma fuera sólo el personaje de las verdaderas mujeres que la interpretaban tras la cámara y sobre las tablas„, la mayoría de las fotos son en blanco y negro, y la edición incluye un cedé con las notas de As time goes by (interpretado al chelo por Anja Lechner y al piano por Francoise Couturier), el célebre tema de Casablanca (1942), la película que la catapultó a la fama mundial, a sus 27 años, en brazos de Humphrey Bogart, para un amor tan ambiguo y contundente como su propia aura de rubia en blanco y negro; uno de los emblemáticos grandes amores imposible y posible, a la vez, del celuloide, cuya consumación aún aguarda, suspendida en el aire, en cualquier aeropuerto de nuestros días.

Más alta que Humphrey Bogart, se cuenta que el actor hubo de comparecer sobre ocultas tarimas en las secuencias de estrecha distancia, como la mítica despedida. Esa complexión esbelta de la Bergman, a la vez firme y levitante, que precisa de que el amante (Bogart, nada menos) se erija sobre zancos para «estar a su altura», será luego tan proverbial en su propia vida como la tensa oscilación entre dos amores en que se desenvuelve el drama de Casablanca. Una dualidad que reaparece en variadas películas, y del todo explícita, por ejemplo, en Elena y los hombres (1955), de Jean Renoir. Es como si, desde el principio „desde sus primeros melodramas en el cine sueco, en los años 30, donde interpreta a una muchacha turbiamente seducida por un cura o a una secretaria sometida a los designios de su adúltero jefe, o su relación con un violinista viejo en Intermezzo (1939), tras su salto a Berlín, que significó su estreno de Hollywood„, Ingrid Bergman hubiese estado predestinada a interpretar amores contrariados. En realidad, la ambigüedad seductora de sus personajes (que dejan siempre, justamente, algo que desear), abre la posibilidad de la relación amorosa al espectador. «Si Bogart no se la lleva, me la llevo yo», han podido codiciar con verosimilitud los hombres de medio planeta, apostados en la oscuridad de sus butacas, con un billete imaginario al París de la resistencia.

Antes había estado en brazos de Leslie Howard y de Spencer Tracy (en Doctor Jeckyll y mister Hyde (1941), donde muestra, sobre la larga piel inmaculada y lechosa, su inocente pero nunca ingenua ropa interior); y después llegarían Gregory Peck, Gary Cooper o su íntimo amigo Cary Grant... emblemáticos galanes de época, sobre los cuales nunca se cierra el amor definitivo tras el the end, a causa de su mirada infranqueable, de presa abisal, falsamente desvalida e imposible de complacer del todo; y porque, con ser una mujer de carne y hueso, Ingrid Bergman es un irresistible ungüento de bucles dorados, como muy bien supieron Alfred Hitchcock y Hemingway, quien la persuadió personalmente para que protagonizara Por quién doblan las campanas (1943).

Huérfana de madre a los dos años de edad y de padre a los once (un modesto fotógrafo de Estocolmo, por ella siempre evocado, quién sabe si con más intensidad durante su breve pero intenso idilio con Robert Capa), Ingrid Bergman fue una mujer hecha a sí misma, que se convirtió en actriz casi a hurtadillas, sin el consentimiento, inicialmente, de sus tíos, que la habían acogido. En una de sus primeras fotos, se ve a una niña de mirada perpleja que comparece en medio de su padre y el retrato ovalado de su madre, recién fallecida. Para combatir el desarraigo, se casó pronto, a los 21 años „y tuvo a su primera hija, Pía, al año siguiente, en 1938„ con el dentista sueco Petter Aron Lindström, que se convirtió en su principal agente y mentor, animándola y acompañándola en su salto a Berlín y Estados Unidos. De un papel semejante, tal vez, en su vida al correcto marido que interpreta Paul Henreid en Casablanca, sería, con todo, su pareja más longeva. Cuando, en 1949, Ingrid Bergman parecía haber alcanzado ya la máxima estabilidad, junto a su apacible familia, y con una ardua velocidad de crucero en el estrellato de Hollywood, ella misma le escribe, de su puño y letra, a Roberto Rossellini, ofreciéndose a trabajar con él, fascinada por la brecha del neorrealismo italiano. Para entonces no podía saber, claro, que el tortuoso aroma de cepo y claustrofobia que se respira en Stromboli (1950), la primera de las seis películas que protagonizó con Rossellini, era una premonición de la ardua relación entre dos almas igual de indomeñables, y tan lejana, por cierto, del inminente arquetipo de la sueca y el latin-lover.

En realidad, su vida presenta un trazo a la vez tan fugitivo y circular como su rostro inquietante. La muchacha políglota (hablaba a la perfección cinco idiomas: sueco, alemán, inglés, francés e italiano) emprende finalmente el retorno al origen, desposándose con el productor sueco Lars Schmidt y trabajando, en uno de sus últimos papeles estelares „Sonata de otoño (1978)„, con su compatriota Ingmar Bergman.

Queda su rostro inefable, presidido por su mirada insondable, honda por fuera y escrutadora por dentro, falsamente desvalida. Pocas veces una bella cara, tocada por la sensualidad, es al mismo tiempo un hermoso rostro autónomo, estilizado pero grávido, en un óvalo que, sin dejar de serlo, parece albergar en el mentón la cuadratura del círculo. Su atractivo „lo mismo, tal vez, que el impulso vital que la llevó a llegar a lo más alto desde la nada, a través de abruptas rupturas„ radica en la ambigüedad; en la sensualidad convidante de la aleta de la nariz y del desliz del labio inferior que embrida el pómulo y el ojo acuoso, y que se cierra en banda. Ciertamente deja «mucho que desear» esta Ingrid Bergman, el principal personaje de la cálida mujer que llegó del frío.