Sólo se sabe que la primera vez que apareció el monosílabo impreso fue en la sección de deportes de un periódico de San Francisco, en marzo de 1913, y que el extraño género musical al que alude había surgido con el siglo en garitos de músicos negros de Storville, la zona de burdeles de Nueva Orleáns. De aquellos anónimos ritmos sureños, surgidos como una nueva vuelta de tuerca en las sufridas melodías afroamericanas, el jazz se expandiría a su roce con las grandes urbes, Nueva York y Chicago y, como puerta de Europa, París. El primer disco de jazz que se grabó en la historia fue en febrero de 1917, con la rúbrica de la Original Dixieland Jazz Band, oriunda de Nueva Orleáns; sólo que íntegramente compuesta por músicos blancos. Y en la expansión del género, en los felices años 20, cuando se produce el Renacimiento cultural de Harlem, proliferan en el suburbio neoyorquino los clubes exclusivos que prohíben la entrada a los negros. Es la década de la bifurcación: al tiempo que se consagra su pureza musical, con Louis Armstrong, recién afincado en Nueva York, el término jazz se hace elástico para designar también al swing y otras músicas bailables.

De aquel Harlem en ebullición serán testigos directos dos poetas andaluces: primero el malagueño José Moreno Villa, en 1927, y luego, en 1929, Federico García Lorca. Es uno de los puntos álgidos en el arranque de la original antología Fruta extraña. Casi un siglo de poesía española de jazz (Fundación José Manuel Lara), que, en documentadísima edición del profesor de la Universidad de Sevilla Juan Ignacio Guijarro, abarca la evolución de la receptividad del género musical en la poesía española desde principios del XX hasta nuestros días.

¿Será el jazz a la poesía lo que el rock a la narrativa? El propio antólogo alude al isomorfismo entre el carácter libérrimo y subjetivo de la composición poética y la fuerza improvisatoria del jazz, uno de los pocos géneros musicales donde se produce una «equivalencia en la importancia entre quien ejecuta y quien compone». Acaso, por eso, en la abultada antología rutilan singularmente quienes guardan en el sonido y sentido de sus poemas alguna disposición análoga al jazz. Y no es de extrañar que a la cabeza se sitúen catalanes, toda vez que, como se nos recuerda, Barcelona constituyó la puerta de entrada a España desde París y la gran veladora cultural en la desolada posguerra.

Dos poetas catalanes que merecerían libro aparte para abordar este tema de la absorción del jazz por la poesía son Luis Eduardo Cirlot (1916-1973) y Joan Margarit (1938). Cirlot es poeta de culto y hermético él mismo, rindió tributo a numerosos músicos contemporáneos. El autor de Diccionario de símbolos que, por lo demás, fue uno de los fundadores del grupo Dau al Set, gran catalizador del jazz e incluso promotor de conciertos en la Barcelona de posguerra. Por su parte, Margarit sintetiza en muchos poemas la equivalencia entre la atmósfera del jazz y la mesurada polifonía interior del hombre urbano. Margarit ha declarado: «El jazz tiene una gran virtud: nació humilde y, pese a los intentos de llevarlo a las grandes salas de conciertos, se mantiene en locales donde escuchar y conversar no están reñidos». A Salvador Espriú (1913-1985) le cabe el honor de ser el primer poeta español en nombrar a cualquier estrella del jazz, en su poema dedicado a la trompeta de Louis Armstrong, del libro Cementeri de Sinera (1946). Y mientras Gabriel Celaya (1911 - 1991) fue pionero en dedicarle un poemario específico al jazz, Música de baile, en el que equipara sus estados de ánimo con cada instrumento, el cordobés Manuel Álvarez Ortega (1923) incluye por vez primera un tema jazzístico (de Armstrong) en el título de un poema: West End Blues en la noche.

Sin embargo, antes y después de la exultante celebración mayoritaria de los poetas vanguardistas y del 27 hacia el nuevo género musical, no faltaron voces detractoras. Es curioso cotejar que a partir de la Guerra Civil ambos bandos repudiarán los nuevos ritmos estadounidenses: para los republicanos, era la música antipopular de burgueses y señoritos; para los nacionales, un sonido chirriante y abstracto que invitaba al desorden. Los poetas más antiguos que figuran en la antología, el madrileño Emilio Carrere (1881-1947) y el olvense Rogelio Buendía (1891-1969) lanzan sus diatribas contra el nuevo género, como un atentado a la tradición musical. Más mesurado, César González Ruano (190 -1965) habla, en los años 20, del fastidio por haber trasnochado tras la quimera de «las notas borrachas de un jazz-band mujeriego»...

Nada que ver con la onda del yankies go home que transmitirá, en muy cuidados versos, a comienzos de los años 60, Blas de Otero (1916-1979), cuando equipara a «un negro jazzeando» con un heraldo, a su pesar, de la «América histérica imperando». Y, en cierto modo, le secunda Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) en su poema Jamborre, de Una educación sentimental (1967), título homónimo de un club de jazz barcelonés frecuentado por soldados estadounidenses, al denunciar «la bromúrica África europea del sábado». De la misma década son los poemarios Blanco Spirituals, del desaparecido Félix Grande (1937-2014) y Las crónicas americanas, de Fernando Quiñones (1930-1998), que dedican poemas reivindicativos a diversas figuras del jazz y del flamenco. Entre los Novísimos, la antología destaca los poemas de, entre otros, Antonio Martínez Sarrión (1939) y de Pere Gimferrer (1945) y José María Álvarez (1942), quienes coincidirán en homenajear a las figuras de Billie Holyday y Charlie Parker. En las décadas siguientes el jazz se convierte en un tema recurrente, que abarca, incluso, poemarios completos. Son de destacar El jazz en la boca del leonés Ildefonso Rodríguez (1952), compuesto como una sugerente jam-session de fragmentos, o Las voces encendidas, del madrileño Carlos Aganzo (1963), en cuyo largo poema Jazz va vertiendo libres definiciones del concepto, como si cada una de sus letras fuese un instrumento.

Música y séptimo arte

Subraya Guijarro en su estudio el desarrollo paralelo entre el cine y el jazz, al punto de que la primera película sonora de la historia fue El cantor de jazz, de 1927, estrenada en España dos años más tarde. Coincide con la edad de plata de la generación del 27, cuyos miembros coinciden en celebrar, aun con puntuales críticas, la innovadora música de Nueva Orleáns. Junto a Hinojosa o Aleixandre, algunos como Salinas, Guillén o Cernuda residieron en Estados Unidos, al contacto directo con la evolución de la cultura del jazz. Una brecha que abriría Lorca, pero aún antes que él, Moreno Villa, tutor en la residencia de Estudiantes de Madrid, quien, en su Jacinta la pelirroja (1929) extrae la ambivalencia que ofrece el jazz: reconcentración nostálgica y desenfado y risa para vencer el desamor: «Eso es. Bailaré con ella / el ritmo roto y negro / del jazz (...) Oh, Jacinta, pelirroja. / peli-peli-roja».