Tarde de expectación. De duermevelas y ensueños. De seráficos sueños de alamares. De ilusión. No de clavel, sino de romero, hierbabuena y albahaca. De las que hacen difícil, si las cosas ruedan bien, poner en negro sobre blanco lo que acontece en el ruedo. De misterio, de embrujo, de duende y pinturería. De bulerías y granaínas. De soleá y tarantas. De busilis y similitruqui.

Decía Marcial Lalanda que el arte lo mandan desde arriba y el propio Rafael El Gallo aseguraba que es un don de Dios. Y tanto.

En el ambiente previo al festejo estaba también la duda sobre si los toreros serían capaces de dar el paso adelante. Y si los toros de Juan Pedro darían al traste con el invento, o colaborarían a que las cosas saliesen como Dios manda. Toros artistas para un cartel artista. La ecuación estaba servida.

Y desde la localidad italiana de Catania se vino el notario Guiseppe Dottore a levantar acta de lo que sería la tarde.

Y en su escritura dio fe de una tarde en la que el factor toro fue secundario. Lo cierto es que no se picó la corrida y todo fue ciudarla, dejarla refrescar, que se repusiese. Calidad sin fondo.

Los veraguas de Juan Pedro fueron artistas, en el amplio sentido del término. El colorado primero, inválido, fue sustituido por un jabonero romo, aborregado y claudicante. Se defendió el noble y blando segundo y el tercero, al que no se picó, tuvo calidad y largos viajes y humilló mucho. Blandeó y embistió al tran-tran el cuarto y el melocotón quinto resultó tan pastueño como rajado y soso. El inválido colorado sexto se salvó de volver a los corrales gracias al lucido capote de su matador, pero luego se rompió una mano y ahí acabó todo.

Encabezaba la terna Finito de Córdoba, quien sorprendió de salida con una larga de rodillas a su primero, que fue devuelto. Con el sobrero, cuya muerte el público no se dejó brindar, firmó un trabajo de larguísimo metraje. Un mero tentadero tan empacado y expresivo como irrelevante por la falta de toro. Muy motivado, mayor fundamento tuvo su labor ante el cuarto. Un trasteo a más y que ofreció momentos de regusto y sabor por ambos pitones.

El saludo capoteril de Morante al segundo fue uno de los momentos grandes de la tarde. Un manojo compuesto por seis verónicas acompasadas, cadenciosas y una media eterna. El quite por chicuelinas mantuvo el nivel. Luego, con la muleta, trasteó rutilante en un trabajo de detalles sublimes que no terminó de tener remate y vuelo. La luna de Valencia, llena, se asomó a la plaza para ver la torera y relajada labor de Morante al quinto, compuesta por más detalles caros aunque sin hilvanar, en otro trasteo stajanovista, de un metraje impropio para un artista.

En cuanto a Manzanares, entendió a la perfección a su primero, al que supo medir los tiempos y las distancias. Pausado y paciente, muleteó con enjundia y hondura en una labor algo periférica y libre de cacho, pero templada, armónica, estética y siempre expresiva, bien coronada con los aceros. Excelente con el capote en el sexto, con cinco verónicas de ensueño y unas chicuelinas majestuosas. Y se rompió el toro.

LA CORRIDA

Lleno en tarde soleada. Toros de Juan Pedro Domecq, bien presentados, variados de pelaje, nobles y escasos de raza. Finito de Córdoba (nazareno y oro), silencio tras aviso y oreja tras aviso. Morante de la Puebla (verde hoja y oro), oreja y saludos tras aviso. Manzanares (negro y oro), dos orejas y silencio. Entre las cuadrillas Curro Javier saludó tras parear al 2°. Presidió Amado Martinez. Pesos de los toros por orden de lidia: 575, 536 (1° bis) 572, 525, 518, 532 y 520 kilos.