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Gran bodorrio a la «Cubana»

Gran bodorrio a la «Cubana»

E s muy grato recordar algunos momentos vividos con La Cubana. Cuando me vendieron piedras en una parada de mercado (Cubana's Delicatessen), o me invitaron a merendar un bocadillo de mortadela (Cómeme el coco, negro), o cuando vi cómo los actores salían de una pantalla de cine (Cegada de amor). En fin, recuerdos que nombro porque este espectáculo recupera el mejor tono de la compañía. Un tono paródico de grandes dimensiones (aunque, para mi gusto, todavía benévolo), y la conversión del teatro en una caja de sorpresas.

La Cubana es una tómbola, de luz y de color, y de chispa teatral. Y sigue así con esta última obra, en la que nos demuestra, de nuevo, que, detrás de cada acto cotidiano, siempre se encuentra el teatro.

En este caso, la mente brillante e ingeniosa de Jordi Milán ha creado una parodia de la «gran parodia» el fasto de las bodas. O mejor, se trata de una aguda de caricatura de los «bodorrios», palabra más adecuada para la ocasión. Porque la burla tiene que ver con la ostentación, con los absurdos preparativos, y, sobre todo, con las contradicciones que se producen. El condimento vuelve a ser el dominio del vodevil y de la comedia costumbrista, pero yendo más allá. Porque si hay un momento que esta historia, llena de historias, decae, la cosa alcanza grandes dimensiones con el sonado cambio que acaece siempre en un montaje de la compañía catalana.

Ya lo dije en alguna ocasión: quiero ser un actor de La Cubana. Se lo deben de pasar pipa, lo cual se puede decir sin restar un ápice del inmenso y riguroso trabajo que realizan, por delante y por detrás del escenario. Los cambios de personajes ni se notan. Los intérpretes vuelven a estar insuperables en su peculiaridad de hablar y moverse de una manera muy teatralizada (bien vestida). Muy gritada y vocalizada, recargada de movimientos. Es su forma providencial de dar risa: la dan. De sobra.

No digo más para no descubrir nada, pero sí pedir que no se pierdan esta boda de mi mejor «Cubana».

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