Pasear por la ciudad
Rafael Prats
Siempre me gustó pasear por la ciudad, por mi ciudad. He tenido la suerte de contar con varias ciudades, sobre todo Madrid y París, Barcelona y Berlín. Y Alacant, Castelló de la Plana y Albacete, por supuesto. Algunas no las he paseado, sólo las he visitado, en especial por razones de trabajo, como Miami. El gusto por el paseo urbano me viene de mi padre; encerrado en la oficina toda la mañana, aprovechaba la tarde para callejear. Vivíamos en el centro de Valencia y, desde allí, alcanzaba la playa o el aeropuerto, por poner dos ejemplos que evidencian las caminatas que se pegaba.
Sin patinete ni bicicleta, subiendo pocas veces al autobús o al tranvía. También gozamos del trolebús y del sogea, desvencijado ómnibus que llevaba a las playas. Mi padre tomó pocos taxis en su vida, no los necesitó, como tampoco el automóvil. De él heredé lo de no tener coche y lo de pasear por la ciudad, además de otras cosas más o menos inconfesables. Al final de sus días, tuvo que conformarse con el encierro en el hogar: tres pisos sin ascensor limitan bastante.
Al escritor Javier Sarti le gusta pasear de noche, cuando todo parece dormir, cuando el silencio domina. Tuve un largo periodo de noctámbulo, sí, pero apenas andaba, más bien charlaba en torno a unas cervezas, después de escuchar jazz a Tino Gil al piano con un amigo a la batería y otro a la guitarra. El camino hacia casa lo hacía cuando el amanecer ya se había producido.
Las ocho de la mañana es una hora excesiva para comenzar a pasear por la ciudad. Leopold Bloom inauguraba su jornada paradigmática, la que debería convertir la novela de James Joyce en un hito histórico. Tal vez para ello fuera necesaria la intervención del creador irlandés y la presencia de las calles dublinesas. Se empieza a deambular pero no se sabe hasta dónde se llegará, por mucho que se contemple la presencia de Stephen Dedalus.
«Gibraltar cuando yo era chica y donde yo era una flor de la montaña sí cuando me puse la rosa en el cabello como hacían las chicas andaluzas o me pondré una colorada sí y cómo me besó bajo la pared morisca y yo pensé bueno tanto da él como otro y después le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez y después el me preguntó si yo quería sí para que dijera sí mi flor de la montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis senos todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije quiero sí». Así finaliza el monólogo de Molly Bloom, sin puntos ni comas. Cuarenta y siete años después „¡qué paseo!„, Camilo José Cela escribe, sin puntos ni comas, su San Camilo 1936, un soliloquio interno, dicen.
Sin puntos y sin comas o con puntos y con comas, pasear por la ciudad supone un acto de higiene mental, siempre que la contaminación no nos afecte mucho. Sin patinete ni bicicleta, subiendo pocas veces al autobús o al tranvía.
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