Rock, CIA y sacos de polvo blanco
La publicación la pasada semana de las correrías de un supuesto espía valenciano en el panorama rockero anglosajón de los 60 ha supuesto un escándolo de dimensiones homéricas

Rock, CIA y sacos de polvo blanco
Queridos, sigo no siendo Pentapolín Cardoso. En 1966 enterramos a mi padre en el cementerio de El Cabanyal. El desconsuelo hizo mella en vedettes, taberneros y vicetiples, se pagaron las deudas de juego, se reconocieron tres hijos naturales (mis hermanos) y el almacén de naranjas quedó en manos de mi tío, que abrió una exitosa sucursal del negocio en Alemania. Yo volví a Estados Unidos en 1968 y del Congreso para la Libertad Cultural salté a la CIA. Podéis seguir mi aprendizaje a través la historia de la Compañía en aquellos años: MK Ultra, Phoenix, Air America, Cóndor€ pero también fijando vuestra atención en algunos de los discos más grandes de 1975, por poner una fecha redonda, diez años más tarde del episodio que os contaba la semana pasada.
Langley dio por buenos mis esfuerzos para que la insurgencia no anidara en el rocanrol y, al final, todo el asunto contracultural y revolucionario quedó en un "quítame allá esos tripis" y "pásame el porro, colegón" además de decenas de discos absolutamente monumentales tal como podéis comprobar domingo tras domingo en La Vía Láctea. Yo siempre iba hasta los topes de faena (me estrené con el asesinato de Bobby Kennedy) pero siempre guardaba algún ratito para continuar mi obra favorita: la adulteración de la música popular moderna dedicada a soliviantar los sectores juveniles de nuestras democracias occidentales. ¡Que ya había hecho muy buenas migas con Dylan, Lennon, McGuinn y compañía, caray! Y no era cuestión de abandonarlos en pleno resacón postsesentero, porque señora, aun siendo espía uno tenía su corazoncito.
Precisamente Bob atravesaba muy malos momentos con su parienta en aquella época. Yo pude mediar para arreglarlo porque me llevaba muy bien con ella y algún favor me debían de cuando John Wayne se encabronó y quiso matarlo y yo se lo quité de la cabeza al Duque. Lejos de reconciliar a la pareja, me llevé al bardo de Minnesota de curda en curda y le comía la oreja: "déjala, Bob, mándala a fer la mà y cúrrate un disco bien guapo, que lleve sangre, sudor y lágrimas en los surcos. Y vete pensando en abrazar a Jesucristo". Blood on the tracks, impresionante y quizá su última obra maestra. El buen Bob, que me hacía caso en todo, se convirtió años más tarde y yo recibí una bandeja de plata muy chula de El Vaticano y un rosario hecho con dientes de cantautor latinoamericano.
El auténtico doliente de aquella época era, sin duda, Neil Young. El fantasma de su amigo y yonqui Danny Whitten le visitaba cada diez minutos y ni todo el tequila del mundo conseguía disiparlo un poco. Yo lo vi una vez y me rilé de miedo. Alguien de Reprise, su compañía discográfica (fundada por mi plas Frank Sinatra), me propuso darle boleto porque con la Ditch Trilogy no les salían las cuentas. Le dije que contratara a Poncho Sampedro, lo volví a juntar un rato con Crosby, Stills y Nash y ¡Bingo!, uy perdón, ¡Zuma! Potencia y electricidad, melodías y estribillos a punta de pala, y el muerto al hoyo y el vivo al bollo, señores. Lo vi tan mejorado que hablé con Martin Scorsese para que lo metiera en The Last Waltz y menudo problema tuvo el cineasta para borrarle en la sala de montaje una roca de cocaína que llevaba el canadiense pegada en la tocha. Si es que cuando me propongo animar, animo como nadie.
En 1975 convertí definitivamente a los Led Zeppelin en un tostón infumable con aquel Physichal Graffiti porque mi gente veía en el primer heavy suficiente energía como para hacer caer el Telón de Acero y todavía no tocaba. Había que domesticar la cosa, ya llegarían Skid Row, Cinderella y Bon Jovi con esos brillos, mallas y cardados que atontaron a la juventud socialista junto a cierto ingrediente secreto de la fast-food. A los que no pude doblegar fue a AC/DC. Ese año editaron dos discos tremendos en Australia. Intenté aligerar el impacto del asunto disfrazando de colegial a Angus para que nadie los tomara demasiado en serio y sólo funcionó con ellos. En un principio quise disfrazarlo de torrentí pero no entendieron el localismo, además de que iba muy apretado por la parte de la entrepierna para hacer el paso del pato y otras salvajadas escénicas.
De las maniobras de mi empresa en el Uruguay setentero algo parecía saber Serge Gainsbourg, que contó en su LP Rock around the bunker algo así como una loca historia del nazismo, siempre tan irreverente y provocador como era. Tuvimos que aplicarnos a fondo con él un derviche giróvago hipnotizador de Wisconsin y un servidor, pero en el interrogatorio le desmochamos un pelín el cerebro y, más tarde, su dedicación al reggae y gestos como el de quemar en directo un billete de quinientos francos por el morrate (80 euros de ahora) o decirle en la tele a la difunta crackera Whitney Houston que se la quería follar a la cara nos hicieron mucha gracia. Este Abdullah se reía de cualquier cosa, el pobre.
Con Bowie no hizo falta apretar mucho. Los sacos de cocaína que le proporcionábamos de lo que empezábamos a rascar en Colombia para financiar otras operaciones y lo poco de música negra que aprendí de mi relación amistosa con Otis Reding bastaron para convertir a lo que quedaba del principesco y sideral Ziggy en el Duque Blanco Delgadito. Aquellos cuarenta kilos de pura clase y savoir faire propulsados por una estricta dieta de farlopa, leche, pimientos y plastic soul acabaron pariendo Young Americans. Cuando aparecieron Duran Duran y compañía nos arrepentimos de sacar a David del glam, pero es que entonces lo veíamos muy peligroso: ambigüedad sexual, hedonismos varios, purpurina, pintalabios, hombres con plataformas€ El Presidente Nixon no lo soportaba ¿Imagináis quién le cortó los frenos al Mini de Marc Bolan? Correcto.
A principios de los setenta los fans de los OVNIs no paraban de dar por saco, así que montamos un musical para quitarle hierro al asunto y dejarlos en el lado más freak de los majaras que en el mundo acontecen. The Rocky Horror no triunfó demasiado en los teatros por lo que se me ocurrió rodar una peli, a ver si la gente se animaba, y la estrenamos aquel año. No ganamos dinero con el film, pero nos quedó una banda sonora muy molona y aprovechamos para profundizar en "tácticas de manipulación de masas y creación de cultos extremos" con aquella curiosa secta juvenil que todavía queda de vez en cuando para ver la peli y hacer el burro la mar de sanamente con disfraces y todo. Me quedó de manual, oyes.
Aquel año seguí muy de cerca a Bruce Springsteen, tan de cerca que fui yo quien, disfrazado de taxista, lo acercó a Graceland para conocer a Elvis, que curraba para la DEA de manera encubierta gracias al presidente Gerald Ford, que era muy enrollado. El de New Jersey iba disparado con Born to Run y estaba adquiriendo el estatus que Dylan tuvo en la década anterior. "Ojocuidado con éste, que es peligroso", comentaba yo por La Granja. Y los muchachos del barrio me llamaban loca, pero cuando sacó Born in the USA se acordó de mi hasta el portero.
En Ted Nugent siempre tuve un amigo y todavía hoy nos vamos de cacería, desnudos, con nuestros arcos y taparrabos. En Brian Eno no sé lo que tuve porque era muy marciano y a Brian Ferry le olía el aliento, como me encargué de hacer correr a través de aquel grupo gallego. Los Roxy Music también sacaron largo aquel año pero no fueron enemigos aunque les envidiaba los modelitos. La que sí fue muy enemiga mía fue Patti Smith: inteligente, culta, ecologista, izquierdista, activista comprometida con mil y una causas, vamos, el demonio. Y encima, en aquel disco suyo de 1975, Horses, niega a Jesús el sacrificio de morir por sus pecados y redimirla... Ggrrrrrr. A veces preferiría trabajar para la Inquisición en lugar de para la CIA.
A los Dictators les colé a Dick Manitoba como agente doble. Su sentido del humor ayudaba a desactivar el peligro más grande que, ya en aquel año, se veía venir a la legua: el punk-rock y su incombustible poder vitriólico y anárquico. Su primer disco, repleto de sátira y energía rocanrolera contenía el embrión de aquella hecatombe pero fueron castigados por la prensa y la crítica. El cataclismo se aproximaba y ni siquiera nuestro agente infiltrado en un cuarteto de Forest Hills, John William Cummings, buen americano y republicano de pro, Dios le bendiga, logró retrasarlo ni mucho menos contenerlo. De hecho, fue protagonista involuntario de todo aquello pero en 1975 su grupo todavía no tenía disco en la calle y se conformaban con asustar a los nietos de las flores en el CBGB´s. Pero esa es otra historia. Aquel año murió Franco y tuve que regresar a España, esta vez para hacer frente desde las cloacas de la transición a un presumible estado autonómico que todavía hoy es el pasmo de propios y extraños. Trabajé como asesor de UCD siempre en la sombra, claro, aunque durante diez minutos mi nombre sonó para ocupar una silla en el Consell Preautonòmic del País Valencià, merced al capital y el poder acumulado por mi familia en el negocio taronjil , a mis conocimientos en estrategias de comunicación y a la tesis sobre el control de la subversión con la que me gradué en el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad. Que el que vale, vale.
Después de todo esto que no os entre el vértigo, criaturas. Mis tentáculos son más cortos de lo que podáis suponer y sois dueños de vuestro propio destino, al menos hasta cuando los de siempre quieran. Relajaos escuchando La Vía Láctea este domingo en la 97.7 si a Voro Contreras no le cierran el chiringuito el mismo viernes por darme cancha.
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