Una de las mejores canciones de Joaquín Sabina comienza con la siguiente estrofa: «En la posada del fracaso, donde no hay consuelo mi ascensor, el desengaño y la humedad comparten colchón». Y es que ayer cambiaba totalmente el argumento del festejo tras el triunfalismo del sábado, una tarde que supuso una bocanada de aire fresco para los aficionados. Hay que estar, eso sí, a favor de obra en estos momentos complicados para la fiesta, pero también hay que saber dar valor y dimensión a los triunfos que se consiguen en una plaza de primera como la de Valencia.

Pues bien, la de ayer no era una tarde para rutilantes caligrafías y esmeradas puestas en escena, sino para escrituras de firme y sólido trazo. Con dos toreros que han conocido ese sabor del fracaso del que habla ese buen aficionado que es Sabina, y que para subirse al carro del triunfo tienen que dar la cara frente a corridas exigentes y duras.

Se esperaba con expectación el juego de los toros de Miura, sobre todo tras el espectáculo que dieron en la desencajonada. Lo cierto es que los astados de Zahariche lucieron una buena presentación, con cuajo, volumen y seriedad salvo alguna excepción. El cárdeno que abrió plaza, largo y abanto de salida, se salió suelto de sus encuentros con las plazas montadas. Escarbó, lo pensó más de la cuenta, acabó desarrollando sentido y fue imposible por el pitón izquierdo. El segundo fue devuelto por chico e inválido y sustituido por un ejemplar del Ventorrillo, tan noblón y manejable como desrazado y soso. Terciado y falto de remate el tercero, que metió los riñones en varas en dos peleas en las que se fue el caballo de largo y con prontitud, aunque acabó repuchándose. Se desplazó embistiendo con celo, pero siempre con la cara arriba, punteando los engaños y sin entrega.

En cuarto lugar saltó a la arena Jerezano, el toro sardo que mató a un hermano en la desencajonada. Derribó en varas como sin querer al primer encuentro, y la segunda la tomó el relance y renegando. En la muleta tuvo escaso recorrido y quedándose corto. Desrazado, no se empleó y se apagó pronto. El quinto, muy largo alto y zancudo, salió abanto de chiqueros. Le hicieron la carioca en varas y en el tercio final fue y vino, con un gran son por el pitón del izquierdo. Y el cierraplaza, un ejemplar larguísimo como un tren, se dejó pegar en el caballo y luego tomó la muleta con buen son y muy colaborador.

El murciano Rafaelillo no tuvo empacho en irse a portagayola a recibir a su primero, al que le dio tres largas de rodillas. Fue arrollado al llevarlo al caballo y, pesar de ello, plantó cara a su oponente con tantos arrestos como oficio y técnica, tragando por los dos pitones en una labor de fondo, muy emotiva y de sincera entrega no rematada con los aceros. Ante el tercero firmó un trasteo vibrante y emotivo, pleno de técnica y profesionalidad. Una labor en la que lució una estampa de añejo lidiador. Y al quinto lo recibió con los largas, para luego tratar de lucirlo en el caballo, como hizo con el resto de los de su lote. Muy enfibrado, brilló por su colocación y el sentido de las distancias en un trabajo en el que toreó con ritmo, templanza y carencia al natural. Una notable faena que no tuvo rúbrica con las armas toricidas.

Por su parte Manuel Escribano, también se fue a la puerta de chiqueros a recibir al primero de su lote, que fue devuelto por su escasísimo cuajo. Al sobrero le banderilleó con espectacularidad, y comenzó la faena en la boca de riego con pases cambiados. Lo muleteó con tanta soltura y facilidad como escaso relieve. Ante el cuarto, por ahí anduvo sin acabar de meterse con el toro ni de buscarse complicaciones, en una faena de escaso convencimiento y sobrada de intermitencias y tiempos muertos.

Y al sexto lo banderilleó con exposición y tras dos pases cámbialos en el platillo, firmó una faena de algunos buenos momentos pero que tampoco acabó de tomar el suficiente vuelo. Sufrió una escalofriante voltereta al hacer un desplante y ello, unido a una estocada de efectos fulminantes, hizo que fuera a parar a sus manos una oreja.