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Un campeón del risotto que se libera con los pinceles

Un campeón del risotto que se libera con los pinceles

Es el campeón mundial del risotto, un exniño hiperactivo que dice la leyenda familiar que estuvo 1.500 noches sin dormir, un batería de rock progresivo que no necesitó estudiar La bohème porque la lleva en su código auditivo desde niño, un animalista amante de las corridas de toros y un apasionado de la pintura desde que dibujaba caballos para hacer carreras infantiles con los recortables. El gusto por los pinceles se puede ver en el despacho que ocupa en lo alto del Palau de les Arts desde febrero pasado.

El blanco Calatrava que reinaba en el amplio espacio cuando Helga Schmidt gobernaba ha dado paso en las paredes a una sucesión de arabescos, formas abstractas y tonos que van del azul oscuro casi negro al gris más pálido. El mural es «el resultado de una liberación», cuenta el intendente, que resta importancia a la semana que dedicó mientras otros dormían. Al finalizar las representaciones de Nabucco, ya de madrugada, mientras despachaba con la secretaria, pinceles y pinturas le acompañaban. Y he aquí la obra, que no es obra, afirma, porque no la hizo con voluntad de perdurar. Quizá un día vuelva el blanco. O quién sabe qué. ¿Qué dice él?

«Es el fin y el desarrollo de una lucha, de la oscuridad a la luz. No hay nada lógico. Empecé sin una idea preconcebida. Me encanta ser un tubo vacío: cuanto más lejos estoy de mi ego, siento más vacío y más espacio para energía más interesante que la mía».

En el turinés Davide Livermore todo es excesivo y pasional. Llega presto después de una comida que se ha alargado más de la cuenta, es capaz de ponerse a cantar durante la charla y las ideas bailan en su cabeza más rápido de lo que puede expresarlas en un itañol cada vez más ñol. No está bien decirlo, «mejor no lo ponemos, ¿no?», pero la expresión sintetiza quién es el jefe de la ópera: «Una vieja puta de escenario». Para qué eufemismos.

La frase resume a alguien que ha hecho de casi todo (cantante, coreógrafo, director de escena) en lugares como la Scala de Milán o el Teatro Regio de Turín y que siente que ese es su terreno y no el de las luchas de poder y las camarillas políticas. Que las hay igual en su tierra como en la nuestra. O acaso el gran regalo de Valencia a la cultura italiana no es la familia Borja, desliza. Ellos sí sabían de juego de tronos.

Su lucha fue aceptar que su vida era el arte en una ciudad «castrante», donde aún le preguntaban si iba a dedicarse a algo serio después de debutar en la Scala. Esa es su Turín, «una ciudad celta, francófona, excapital de un Estado, con una elegancia de capital, cercana al centro de Europa y que ha empezado a ser una ciudad italiana con la emigración del sur del país por la Fiat en los años 60». Ese encuentro le ha aportado un componente social sin perder la identidad, teoriza.

Muy diferente a Valencia, de la que le seduce la «suavidad formal» de la gente, que hace que sus 20.000 ojos en guardia descansen. Y la calidad de vida, claro, que resume en poder ver el mar desde la cama de su casa en la Patacona. A él, «hombre de montaña, hecho de madera, hielo, fuego y tierra verdadera», el mar le emociona siempre, dice.

Estudió algo de arquitectura, hizo tareas en educación (trabajó con menores con problemas), entró en el conservatorio como percusionista de rock progresivo (sus referencias eran Yes y La Premiata Forneria Marconi) y encontró en la ópera «una fiesta» que por ahora no le cansa. Es feliz incluso en las horas de espera en los aeropuertos. La lírica forma parte del ADN paterno. Sus abuelos cantaban un poco borrachos después de las comidas familiares, su padre también interpretaba las arias favoritas en casa, le explicaba los libretos y le sometía a un Trivial Pursuit belcantista.

No es la única pasión por herencia paterna. La otra es la comida. Lo suyo es el arroz, se jacta. Peligro. ¿Lo decimos? La paella le encanta, vaya por delante, pero si «el jamón gana 3 a 1 al prosciutto; lo siento, pero el risotto que yo cocino gana 3 a 2 a la paella».

Queda claro que disfruta con el fútbol. Y aquí la racionalidad se evapora. El suyo es el Toro (el Torino); la Juventus le repugna. Una anécdota ilustra al Livermore futbolero: fue a Mestalla a un partido contra el Madrid y se pasó diez minutos, relata, gritándole a Cristiano Ronaldo que era como de la Juve. O sea, lo peor, «la arrogancia y la antideportividad por excelencia».

El toro es otra pasión, descubierta en 2007. Acababa de llegar a Valencia, en fallas, y su amigo el cantante Erwin Schrott lo invitó. «Le dije que estaba loco, que era un animalista, y salí llorando como en el último acto de La bohème». Descubrió «un espectáculo que no habla a la lógica, sino al alma, al deseo de un mundo menos buenista y más sincero».

La tarde cae. En la mesa esperan dibujos y carpetas en desorden controlado. La taza de café está vacía. En la puerta cuelga un cartel australiano de peligro, cocodrilos. ¿Quién comerá a quién?

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