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Crítica de ópera

«Katiuska», deliciosa golosina

La visita anual que Les Arts se ha impuesto a la zarzuela se ha concretado esta vez en Katiuska, la por él mismo llamada opereta que en 1932 lanzó a la fama a Pablo Sorozábal. El montaje de Emilio Sagi es hermoso entre otras cosas porque estiliza sin simplificar y por tanto plasma las ideas con claridad.

En el foso se contó también con una batuta, la de Cristóbal Soler, capaz de exprimir la partitura hasta extraer de cada número el máximo posible de belleza, sin permitirse la más mínima concesión demagógica ni al desenfado en los humorísticos ni a lo sentimentaloide en los dramáticos. El sereno aplomo de su planteamiento, contagiado a cantantes e instrumentistas, impregnó de principio a fin toda la función.

En su primera intervención, el barítono Manuel Lanza dejó el listón muy alto, pero él mismo con su voz de rotunda sonoridad varonil y los demás solistas aún lo superaron en lo sucesivo. El tenor Javier Agulló, que en cuantas ocasiones se le presentaron de exhibirlas admiró por la firmeza de su centro y la facilidad de sus agudos, logró en Es delicada flor unos apianamientos que fueron, en frase sacada del libreto, «deliciosa golosina». Maite Alberola combinó el atractivo de su timbre y la habilidad para cubrirla cuando convenía (en Noche hermosa, por ejemplo) con la sensibilidad necesaria para atender a las dos vertientes psicológicas, ingenua y apasionada, de su personaje.

El quinteto cómico, además de un canto asimismo de muy notable calidad técnica, puso un contrapunto tanto más oportuno por cuanto igualmente guiado por la inteligencia para, por ejemplo en el número que evoca el cabaret, evitar el estrambote sin perjuicio de la eficacia. Muy entonados y empastados, coro y orquesta contribuyeron en medida muy considerable al éxito.

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