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Tres pérdidas en treinta y un días

El mes de julio ha sido especialmente duro para el mundo del toro. Apenas habían transcurrido nueve días del calendario cuando sobrevino la trágica muerte de Víctor Barrio en Teruel. Un torero joven que entregaba su vida en el albero y añadía su nombre a la lista de esos mitos de seda y oro que han escrito con su propia sangre la última página de su trayectoria en los ruedos. Héroes que traspasan el umbral de ese abismo profundo, insondable, que el hombre ha intentado explicar desde el principio de los tiempos. Una fiesta se mantiene en la superficialidad, como vago esparcimiento y anestesia, mientras no toca ese último interrogante. La muerte „como afirma el filósofo „ es la pregunta de todas las preguntas, y allí donde no se toma en consideración, no se ofrece en el fondo ninguna respuesta definitiva. La tauromaquia no es, por tanto, mero esparcimiento, simple evasión de la realidad. Porque alcanza la profundidad de dicha incógnita es la realidad misma. Cuando se celebra una corrida de toros debemos experimentar, por tanto, una inmensa reverencia ante ese misterio en que la vida de un torero pende siempre de un hilo y que la sutileza de una arcana geometría redime a cada instante. Un arte que consiste en reducir la fiereza del toro hasta su sometimiento y en el que el artista pone en juego toda su existencia a cara o cruz.

Si la muerte de Víctor Barrio inauguraba el mes con sus notas fúnebres, dos despedidas lo cierran de la misma manera, teñido de negro. Esta semana han fallecido Francisco Cano Lorenza, Canito, y el rejoneador y ganadero Fermín Bohórquez. Cano ha pertenecido a esa generación que se forjó en la dura escuela de la calle, que hizo de la necesidad, virtud. Llegó al mundo de la fotografía de la mano de su amigo Gonzalo Guerra Banderas y, tras muchos avatares, se crió cerca de los Dominguín, sobre todo de Luis Miguel. Su estrecha relación con el maestro fue la que le llevó a Linares la trágica tarde en que murió «Manolete» y de la que fue el único testigo gráfico. Una muerte que dejó una profunda huella en su ánimo, hasta el punto de declarar que había llorado más la pérdida del califa cordobés que la de su propio padre. Lejos de dejarse atrapar por la fatalidad y la fama que le otorgaron las fotografías de tan luctuosa efeméride, supo vivir con una entrega y jovialidad que lo redimieron de cualquier atisbo de nostalgia. Si en algo ha sido referente Cano es en la difícil facilidad de sacarte una sonrisa con cualquier excusa. Un hombre acostumbrado a ver el mundo por el visor de una cámara, a retratar a gente importante „Ava Gardner, Ernest Hemingway, Orson Welles, Grace Kelly, Deborah Kerr„con la que también compartió confidencias, que alzaba los brazos al cielo cuando veía a algún amigo, con ese gesto teatral que tan bien ha descrito Andrés Amorós, que te hacía sentir el hombre más importante del mundo.

Uno de los mensajes más entrañables que he podido leer estos días en la despedida de Cano ha sido el tuit que Raquel Sanz, viuda del matador Víctor Barrio, ha dedicado al genial fotógrafo: «Mi torero ya tiene que le inmortalice en la eternidad. Canito, no olvides cada noche, en mis sueños, mandarme las instantáneas. Descansa en paz». Porque Cano, además de buena persona, ha sido considerado por las gentes del toro como carne de su carne. Su entrañable estampa, tocada por esa gorrilla de blanco inmaculado, era reconocible también por los que han poblado alguna vez los tendidos de una plaza de toros. Un símbolo que ha quedado grabado en la retina de varias generaciones de españoles y que perdurará mientras vivan.

Sin tiempo apenas para honrar el cuerpo presente de Cano, llegaba la noticia de la pérdida de Fermín Bohórquez. Un hombre de campo que ha vivido entre toros y caballos. Ganadero de reses bravas y caballero jerezano que alcanzó fama como rejoneador en la década de los 70 del siglo XX y como criador de toros de lidia hasta el final de sus días. Su presencia se dejaba notar también en los callejones de los cosos taurinos, tocado por un clásico sombrero de ala ancha, que no pasaba desapercibida para los buenos aficionados. Descanse en paz.

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