Cuarenta y cuatro museos en una ciudad de dimensión mediana (700.000 habitantes) anuncian riquezas nada comunes. En rigor, todo Amsterdam es un museo y, al tiempo, una urbe moderna, ejemplarmente conservada en su imagen histórica y receptiva a las vanguardias arquitectónicas en sus zonas de expansión. A ella llegamos un grupo de amigos, atraídos por la oferta musical de las «Noches de verano» en el mítico Concertgebouw. Nada menos que cincuenta conciertos de solistas, conjuntos de cámara, orquestas sintónicas y coros de Holanda, Bélgica y Luxemburgo, Alemania, Eslovaquia, Suecia, Estados Unidos y Australia. Programa casi diario, del 2 de julio al 31 de agosto, patrocinado por un solo esponsor: la empresa Robeco, de inversiones en ingeniería. El precio de las localidades, incitadoramente bajo, contribuye a abarrotar todas las convocatorias.

Encontramos un estío meridional. El cielo limpio de nubes y la temperatura cálida invitan a patear las calles y cruzar los canales. Doscientos puentes (la mitad que en Venecia) comunican los sectores urbanos separados por el agua en una cuadrícula que parece dibujada a regla y compás. La ciudad está llena de nativos y visitantes. Bulliciosa en los centros de mayor afluencia y relajada en incontables terrazas que aprovechan al milímetro los espacios de insolación. En plazoletas privilegiadas por los rayos solares se alinean las hamacas como en una playa, y hasta las techumbres en suave declive de ciertos edificios modernos se aprovechan para hacer bronce. En el césped de los parques mayores también abunda el tendido supino de todas las edades. Esta adoración de la luz solar delata su ausencia habitual en toda la costa bañada por el mar del Norte, porque la piel de Amsterdan suele ser ocre y gris. Hemos tenido suerte.

Apuros circulatorios

Es complicado patear esta ciudad, muy bella a cualquier hora. Está llena de jardines y parterres de extrañas flores con dos ruedas, manillar y sillín. Cientos de miles de bicicletas en régimen de absoluta ventaja circulatoria se unen a las lineas del tranvía y dejan un espacio precario a los coches. Los taxis son caros y los foráneos nos movemos aterrados por la amenaza del atropello, mirando en todas las direcciones antes de cruzar una calle y sin saber a ciencia cierta cuál es nuestra franja itineraria. Salvo las ambulancias (las más estentóreas de Europa) los coches no pueden tocar el claxon. Los ciclistas ejercen sádicamente su soberanía territorial, al igual que los escasos motoristas. Si te despistas, te llevan por delante. Está muy bien minimizar la polución, pero resulta que el simple caminar, lo más ecológico de todo, es lo menos seguro. La municipalidad fomenta la bicicleta y sostiene una magnífica red tranviaria, barata y cómoda cuando se aprenden las líneas, pero sustitutiva en superficie de un metro subterráneo, imposible en la ciudad de los canales edificada bajo el nivel del mar y apoyada en millones de postes palafitarios que arraigan en los blandos lechos de lodo. Por todas partes aparecen surtidores de energía para los coches con motor eléctrico, cuya carga aún exige una larga conexión. Lo que aquí entendemos como futuro más o menos próximo ya es presente en Amsterdam. Ciertamente, el aire resulta muy respirable, pero el peatón puro y duro es el que paga el pato.

Los 44 museos públicos, mas unos cuantos privados, despliegan un repertorio insólito. Además de los principales, dedicados al arte, el voyeur curioso puede elegir entre los históricos (desde Grecia, Roma y Egipto hasta los específicos de Amsterdam), los palacios del XVII y el de la familia real, el de los diamantes, las iglesias, el Bíblico, el Botánico, el Funeral, los del Judaísmo, el Holocausto y la Resistencia, el Marítimo, el de la Prensa, el de la Arquitectura, la casa donde vivió Rembrandt, el de la cerveza Heineken, el Centro Nemo (en un espléndido edificio de Renzo Piano), etc. Entre los más visitados, con largas colas para entrar, está la casa donde Ana Frank vivió y escribió escondida hasta que los nazis la enviaron con sus padres a un campo de exterminio y, a un nivel más anecdótico, el de las figuras de cera de Madame Tussaud.

El espacio sagrado

En el específico Barrio de los Museos están los de fama mundial: el Museo Real (Rijksmuseum), el de Van Gogh y el Stedelijk dedicado al arte y el diseño contemporáneos. Apetecen casi todos pero, después de recorrer estos últimos, los vejados pies y las sufridas vértebras aconsejan remitir los restantes a visitas futuras.

Separado de los museos por una extensa pradera, está el Concertgebouw, espacio conocido y respetado mundialmente, legendario por su belleza hiperactiva y, sobre todo, por la esplendorosa orquesta residente, a mi entender una de las cinco mejores del mapa sinfónico junto a las filarmónicas de Viena y Berlín, la Staatskapelle de Dresde y la de Chicago. El primer concierto de las Summer Nights del Festival Robeco que escuchamos es de la Filarmónica de Rotterdam, que une a su veterana calidad la presencia en el podio del joven director y pianista israelí Lahav Shani (27 años) primer premio del Concurso de Dirección Gustav Mahler, de Bamberg, en su edición de 2013. Con él, Augustín Hadelich, violinista de 32 años, nacido en Italia de padres alemanes, formado en la Juilliard de Nueva York y privilegiado usuario de un Stradivarius de 1723. Dos obras geniales en el programa: el Concierto para Violín de Beethoven y la Cuarta Sinfonía de Brahms. El sonido purísimo del violinista, decantado en expresivo lirismo a un nivel virtuoso sin límites, pero muy controlado, llena el espacio de la sala con más de dos mil butacas, su acústica excepcional y el aire que conserva la indecible memoria de los músicos más grandes de la Tierra. La reciprocidad de la batuta es venturosa. Se percibe un respeto creativo al más grande de los conciertos para violín jamás escritos. Todo el público se pone en pie para el aplauso, hasta que Hadelich ofrece como bis un movimiento de las sonatas de Bach para violín solo.

Con la sinfonía de Brahms, no menos genial, gozamos de una partitura grandiosa que se hace transparente en la respuesta acústica de la sala. Magnífica versión, canónica y diferenciada a la vez. De nuevo la audiencia en pie, ovacionando fervorosamente. El peculiar acceso de los intérpretes al escenario del Concertgebouw, desde una puerta pegada a la fachada del gran órgano y por una escalera empinada, tiene algo de sacral, como un descenso del Empíreo al mundo de los mortales. Y esto obliga a mucho, además de implicar el riesgo de un traspié que acelere la bajada en condiciones menos heróicas?