Los tiempos estaban mutando como un adolescente cuando Leonard Cohen apareció en la tumultuosa escena de los sesenta, igual que aterriza un avión de papel: sereno, con la melancolía inoportuna de quien se pone a recitar mientras silban las balas. Quien sería su amigo, Bob Dylan, cantaba contra los maestros de la guerra y luego le hacía un corte de mangas a su público enchufando la guitarra, mientras él se empezaba a filtrar en la historia cantando Suzanne.

Leonard Cohen (Montreal, 1934) no decidió desaparecer mientras el mundo prendía de histeria de nuevo, pero al menos sí había anunciado que le quedaba poco para marcharse. Murió ayer en Los Ángeles, después de haber enviado pistas al buzón de todos los acólitos, ya fuera en una carta a su vieja amiga Marianne, en una entrevista en The New Yorker o en los versos de su último disco, You want it darker. Anuló la sorpresa por su muerte y se fue tranquilo, decía su hijo Adam, «con la certeza de que había completado lo que sentía».

Nacido en el seno de una familia judía, Cohen se interesó de joven por la poesía y, en especial, por García Lorca. Tras publicar sus primeros poemarios y novelas y pasar una larga temporada en la isla griega de Hidra junto a su musa, Marianne Ihlen, debutó con el disco Songs of Leonard Cohen (1967). Cohen deslumbró entonces con sus existencialismo, sus apasionados temas románticos y una voz que se sumergía en las canciones como un submarino.

Casi dos décadas después y convertido en maestro, publicó Various positions (1985), un trabajo en el que aparecía Hallelujah, extraño himno que desgarró el Antiguo Testamento en busca de respuestas para asuntos mundanos: el amor, la pasión, la pena. La canción se propagó por el repertorio de infinitos cantantes y un día un maldito como Jeff Buckley se la espetó a Dios. Después Cohen se fue, con coherencia, para abrazar la filosofía zen, algo que le ayudó a superar sus problemas de depresión. Volvió frenético en el cambio de siglo después de conocer que su representante Kelley Lynch le había estafado y dejado al borde de la ruina. El desastre financiero le devolvió a los escenarios y al estudio para grabar los celebrados Old Ideas (2012), Popular Problems (2014) y el epílogo, You want it darker, publicado el pasado octubre.

El pequeño vals

Después de Hallelujah y antes de su retiro, Cohen se alió con Lorca para siempre. Llegó a Granada en 1986 y dos años después el Pequeño vals vienés del poeta se hizo canción, depresión del músico mediante. Años después conocería a Morente y provocaría la chispa en el flamenco que se convirtió en el incendio Omega. Nada tan maravillosamente extraño en la música como lo que nació el día que confluyeron el autor de Poeta en Nueva York, un flamenco del granadino barrio de Sacromonte, el músico de First we take Manhattan y una banda de rock.

Pasó mucho desde aquello hasta el último trabajo, en el que Cohen advirtió: «Estoy preparado, mi Señor». Muy querido por su afabilidad, la muerte del músico sucede pocos meses después de la de Marianne, a la que, cuando supo que padecía leucemia, le escribió: «Ha llegado ese momento en el que somos realmente viejos y nuestros cuerpos se están desintegrando y pienso que te seguiré muy pronto».

Fue Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011 y señalado como posible Nobel de Literatura en varias ocasiones, aunque el honor de romper esa frontera fue al final para su amigo, siempre un punto más notorio.

En una de sus últimas apariciones públicas, durante la presentación de su disco en Los Ángeles, Cohen ironizó: «Dije recientemente que estaba preparado para morir y creo que estaba exagerando. Tengo la intención de vivir para siempre». No se equivocaba.