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Viaje a Menton

Estado de la residencia Fontana Rosa en Menton, la primavera del año pasado. j.l.

Hay que cruzar la extraña autopista elevada que sobrevuela Niza y la parte alta de Montecarlo para llegar a Menton. Se puede ir también en tren, pero la estación más cercana a Fontana Rosa, a unos cientos de metros nada más, no es la central de Menton sino la de Menton-Garavan, la última de Francia antes de la frontera con Italia.

Menton es una pequeña ciudad turística, encaramada en una suave colina frente al mar, de la que penden bonitas construcciones vernáculas en colores pasteles, como en Niza y en la costa ligur. Posee un inmejorable microclima y dicen que es el único lugar de Francia donde crecen los limoneros. Puede que esa fuera la razón por la que en los años 20 del siglo pasado Blasco Ibáñez, el escritor más rico de su época, se decidiera a comprar una enorme villa vacacional para instalar allí su residencia, la Fontana Rosa, un lugar ciertamente exagerado, inconmensurable, que Blasco quiso convertir en su particular parnaso literario.

O puede que a Blasco le atrajese la relación de Menton con su admirado Emile Zola, o las visitas de Jean Cocteau, deambulando por la playa mentonesca. Sea como fuere, aquí se puso a vivir, aquí construyó unos llamativos edificios y un jardín a la valenciana que le tiene un aire, en más literario e internacional y mucho más grande, al de la casa de sus amigos los Benlliure en la marginal del Turia en el Carmen de Valencia. Y aquí murió, hace hoy justo 89 años, invocando a Victor Hugo.

Blasco se consagró aquellos años finales a la literatura. Se olvidó de la política, de la agitación periodística y de las aventuras equinocciales. Su interés se ceñía a las relaciones dinerarias con los norteamericanos a través de Hollywood y los periódicos de Hearst, pero sobre todo lo que le interesaba era la consagración universal de la/su literatura. Quiso que el jardín de los novelistas de Fontana Rosa fuera el epicentro de una academia de literatos jóvenes, lo que hoy llamaríamos una fundación, pero lo cierto es que tras su fallecimiento la villa palideció para sufrir un largo abandono hasta que finalmente quedó bajo la administración del ayuntamiento de Menton, poco después de su declaración como bien patrimonial.

Aquí vino a entrevistarle Josep Pla, cuya descripción del personaje sigue siendo el mejor retrato personal de Blasco, un hombre excesivo, un homenot, brillante, simpático, primitivo, espontáneo, volcánico, empático? También Berlanga lo describe así en la tv movie que rodó sobre su vida, un divertido clip que muestra al voluptuoso Blasco acompañado por un lacónico Sorolla, el amigo que guisaba las paellas cada vez que se encontraban juntos en una francachela.

Pero por más que las guías turísticas digan que Fontana Rosa se está rehabilitando, la realidad parece muy otra cuando uno llega hasta la villa. Allí, de hecho, no hay nadie. Un pequeño cartel informa que para visitar el santuario blasquista hay que solicitar una cita previa, lo que equivale a un espacio prácticamente cerrado al público. Tampoco había que esforzarse mucho para encontrar un hueco por donde colarse, dejando atrás la entrada principal del «jardin dels romanciers» presidida por los retratos en cerámica de Cervantes, Dickens y Balzac.

En el interior, la sensación de abandono es todavía mayor. El jardín cuenta con paseos, fuentes y pérgolas, numerosas especies, incluyendo ficus similares a los que plantaron los ilustrados en Valencia, limoneros y naranjos, alguna palmera y cipreses. Muchos motivos neoclásicos y, sobre todo, mucha cerámica, de vistosos colores y un punto kistch, de Manises y de Menton, una amalgama de emblemas y motivos florales y literarios. Hay un busto del escritor con su efigie más clásica, y otro de Cervantes que preside un parterre romántico. Pero no dimos con las huellas de Shakespeare ni de Balzac, que al parecer también se encuentran por entre aquellos arbustos.

Fontana Rosa no debería estar en tan malas condiciones. Apena contemplar el espectáculo de su decadencia. Pero sigue dando cuenta del carácter desmesurado de Blasco y sus contradicciones entre la acción y el aburguesamiento. Su relación con la arquitectura, por ejemplo, digamos que no fue todo lo novedosa que aquellos tiempos estaban propiciando. A punto de estallar la renovación del movimiento moderno, Blasco se construía villas «belle époque». Para su chalet de la Malvarrosa llamó a un maestro de obras con el fin de autodiseñarse un acartonado edificio a la griega. Tras décadas de abandono, su repristinación lo ha hecho todavía más achatado y alicorto, pero al menos está en funcionamiento como sede del Museo que la ciudad dedica al escritor. Fontana Rosa evoca, en cambio, las fincas de campo a la valenciana, de una agricultura pomposa. Tampoco he conseguido dar con la existencia de arquitecto alguno en el complejo de Menton. Ningún rasgo de modernidad, aunque es cierto que tanto el propio Blasco como los blasquistas fueron, en cambio, partidarios del urbanismo avanzado.

Volcado como estaba con el cine, a Blasco tampoco se le conocen gustos plásticos muy cultivados. Los motivos decorativos de Fontana Rosa son todo menos vanguardistas. Blasco fue amigo de Zuloaga y de Sorolla, así como de los Benlliure, de Mariano y de José, aunque no está muy clara su relación final con Sorolla, quien le hizo un retrato muy naturalista de cuerpo entero.

Antonio Fillol es otro artista que, como relata el profesor Pérez Rojas en el catálogo de la exposición que le dedicó el Ayuntamiento de Valencia, fue un furibundo blasquista y, de hecho, pintaría al óleo el retrato del escritor más moderno de los que se le hicieron. Pero acabaron muy mal, pues Fillol se puso del lado radical de Rodrigo Soriano. Fillol había ilustrado una primera edición de La Barraca con gran entusiasmo y un verismo muy dramático.

Blasco Ibáñez fue también muy amigo de Enrique Pertegás, un artista de segundo orden que le ayudó en la decoración de Fontana Rosa y formaba parte de los asiduos ilustradores de la editorial Prometeo. En su libro sobre la ilustración valenciana, el citado Pérez Rojas y José Luis Alcaide, dan cuenta del importante grupo de artistas que se reunieron en torno a Prometeo, dibujantes de la talla de Francisco Povo, Segrelles „que treinta años después también triunfaría en América„, y jóvenes dispuestos a abrazar la causa de la modernidad como Arturo Ballester o Luis Dubón. Algunas de las portadas de las novelas de Blasco en Prometeo son impagables, pero no está claro que esa avanzada apuesta se debiera al arriesgado gusto de Blasco Ibáñez o al de sus otros socios editores, Francisco Sempere o Fernando Llorca. El escritor, de hecho, pidió para su celebérrima novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis que la portada se inspirara en los grabados de Durero sobre el mismo tema. Y, curiosamente, será la edición alemana de esa novela, de 1922, la que mostraría una cubierta vanguardista, de tipografía y dibujo expresionistas.

Más osado y atrevido resultó Blasco con la vestimenta al poner de moda en los Estados Unidos su camisa Ibáñez, de cuellos con alas anchas y aspecto marinero, sin corbata, una camisa singular que dio la vuelta al mundo desde que se fotografió con ella en su estudio biblioteca de la Fontana Rosa.

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