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Crítica musical

De ruidos y nueces

La Octava sinfonía de Mahler es, con diferencia, la menos lograda y más farragosa y deshilvanada del magno catálogo sinfónico del compositor bohemio. De ahí, y de su grandilocuencia multitudinaria, que la conocida como Sinfonía de los Mil sea la más difícil a la hora de cuajar una versión que traspase sus deficiencias intrínsecas; que eluda las trampas inherentes a los efectistas excesos decibélicos y logre imponer sobre semejante prosopopeya las virtudes -Mahler es siempre Mahler- que habitan la partitura.

Compuesta en el verano de 1906 y estrenada en Múnich cuatro añas más tarde, en septiembre de 1910, dirigida por el propio compositor, las dos absolutamente disímiles partes que integran la sinfonía requieren un descomunal conjunto de músicos que abarca tres sopranos -en València han sido cuatro, ignoro las razones-, mezzosoprano, contralto, tenor, barítono, bajo, coro de niños, doble coro mixto y una nutridísima orquesta. Para su interpretación en el Palau de la Música, la en esta ocasión aumentadísima Orquesta de València y Yaron Traub se han hecho acompañar de notables compañeros de viaje: un bien calibrado plantel de cantantes, los estupendos coros Philharmonia de Londres, Coro Orfeó Valencià y de la Generalitat de València -¿cuándo le cambiarán el disparatado nombre?-, y la siempre solvente Escolanía de Nuestra Señora de los Desamparados.

El resultado ha sido, como era previsible, espectacular. Los grandes momentos de ruido, como los finales de cada una de las partes, para los que Mahler, que sabía muy bien manejar las emociones del público, aún añade fuera del escenario un conjunto de fanfarrias (trompetas y trombones) que echa más leña al fuego, lograron plenamente su propósito de sobrecoger al auditorio y convertir la velada en el éxito que el propio Mahler buscaba con esta sinfonía resultona.

Apenas hubo más. Traub se quedó -como le ocurre a casi todos los directores- en la lectura superficial a la que tanto invitan la obra y sus vacuos decibelios. Más ruido que nuez. Un detalle anecdótico pero bien significativo: una espectadora sentada cerca del crítico se pasó la sinfonía hojeando aburrida las hojas del programa, del que sólo apartaba la mirada cuando el volumen rebasaba los parámetros habituales. Al final, después del estruendoso final, se lanzó enfervorizada y casi traspuesta a lanzar bravos y aplaudir hasta destrozarse las manos, como si se lo hubiera pasado en grande durante el concierto.

Son muchos y diversos los riesgos y retos que plantea el gobierno de mimbres tan excesivos. Aparte del de dejarse arrastrar por su fácil elocuencia, está el de equilibrar tan inmensas fuerzas sonoras y lograr que los destellos que la pueblan se integren en un discurso unitario dentro de la singularísima y caótica forma que utiliza Mahler en su más multitudinaria sinfonía, en la que, paradójicamente, rara vez utiliza conjuntamente todos los mimbres disponibles, que son dosificados durante casi toda la obra en especie de pequeñas orquestas de cámara, de timbres y registros muy diferenciados, en esa personalísima mezcla de sinfonía, Lied y oratorio que tanto gustaba y perseguía Mahler.

Otro problema añadido es el acústico. El Palau de la Música demostró, una vez más, ¡y van ya treinta años desde su inauguración!, ser una estupenda caja de resonancia, un espacio de música cargado de cualidades. Pero la ubicación de los coros en las alejadas y elevadas gradas de fondo destinadas al público, a un montón de metros de los músicos de la orquesta y de los solistas, provocó evidentes desajustes rítmicos y de empaste, que se incrementaron aún más cuando en los finales se incorporaron las fanfarrias, con los músicos situados en un lateral de la sala, detrás y por encima de la última fila de las terrazas. Sin embargo, y como siempre pasa con esta sinfonía de éxito, estas anomalías en absoluto mermaron el impacto y el triunfo.

La Orquesta de València -con excepción de trompetas y trombones- sonó tan bien como de costumbre. Excepcionales los coros, tanto el londinense como el valenciano, con una afinación y generosidad vocal deslumbrantes. Y los solistas, entre los que destacaron nombres tan seguros como las sopranos Ricarda Merbeth y Ofelia Sala -un lujo reservado para el final de la sinfonía-, la contralto María Luisa Corbacho, el tenor Nikolai Schukoff y el barítono ya veterano en estas lides «milenarias» José Antonio López.

El concierto, que se repitió ayer sábado, se programó con motivo de la celebración del 30 aniversario del Palau de la Música. Antes y después de la música, nada mejor que el silencio. Yaron Traub, una vez más, volvió a dirigirse al público antes de la sinfonía para soltar su discursito micrófono en mano, con los consabidos agradecimientos y pronunciar unas palabras tópicas y demagógicas sobre la Octava de Mahler y la música «como elemento de paz». En el Palau de la Música, sala de solera y prestigio, no deberían tener cabida estas alocuciones más propias de concierto parroquial o quiosco de música. Más aún si el programa de mano incluye unos textos tan sustanciosos y serios como los firmados por César Rus.

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