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Ponce tiene el poder

El diestro de Chiva abre su cuarta puerta grande de Las Ventas ante el reconocimiento mayoritario del respetable madrileño

Ponce tiene el poder

Ponce ha vuelto. Como aquel novillero que debutó el 1 de octubre de 1988 en Madrid, el valenciano saltó anteayer al ruedo venteño con la misma frescura y ambición de hace 29 años. Parecía que quien confirmaba alternativa fuera él y no Varea. Pareció también que el público, tan esquivo tantas otras veces, estuviera propicio para el de Chiva. Y ese detalle no se le escapa a un perro de presa como Enrique que, ya de inicio, toreó primoroso por verónicas al primero de su lote.

Un ejemplar de Domingo Hernández con prontitud, recorrido y humillación por el pitón derecho, pero con el defecto de salirse suelto de los engaños. Lo vio el torero, que se empleó en su lidia desde el inicio para corregir la anomalía, fijándolo pronto y ganándole terreno. El quite por chicuelinas, inusual en el repertorio del matador valenciano, un buen termómetro para medir la temperatura de los tendidos al término del primer tercio, con una -la del remate- de impecable factura. El público seguía ahí, con el ánimo intacto.

Faena de un único terreno, basada en su contrastada facilidad y en las buenas condiciones de su oponente. Abrió fuego con cuatro doblones para, a reglón seguido -tras un inoportuno desarme- enjaretarle una serie de cinco redondos de bellísima ligazón, subrayados con un pase cambiado por alto. No era tan claro el toro por el izquierdo y Ponce, empeñado en no discutir con el animal no fuera a rajarse, puso toda su ciencia en no llevarle la contraria. Si el toro quería los adentros, pues en los adentros sería. Ahí estuvo la clave de la faena, que alcanzó su punto álgido cuando el valenciano se dobló con él en una tanda final de "poncinas" que remató con un espectacular cambio de mano cosido a un pase de pecho, que levantó al respetable de sus asientos. «Metisaca» y estocada entera algo tendida. Primera oreja.

A fuego lento

El cuarto del encierro no era el colaborador necesario para culminar la tarde y abrir la cuarta puerta grande. Poco pareció importarle al chivano que demostró su singular capacidad bregadora con el animal, salvándole de la devolución a los corrales con esa rara virtud del asiento y la confianza que solo atesoran los más grandes. Ya metido en harina, Ponce horneó al toro a fuego lento, con una clarividencia admirable. La ciencia taurómaca del espada tantas veces observada, anteayer parecía una epifanía para parte de la afición madrileña, que celebró la obra del valenciano con el fervor de lo que se contempla por primera vez. Sería la frescura, la disposición que Ponce traía en el esportón, el caso es que consiguió meter al toro y al público en el canasto. Al primero, consintiéndole, enseñándole a tomar la muleta por ambos pitones -¡y qué pitones, madre mía!- llevándole luego por donde no quería ir para culminar su obra, con la faena ya metida en terrenos de cercanías, con cinco redondos, desgranados de uno en uno, y el abaniqueo final marca de la casa; al segundo, deslumbrándole. Pinchó en primera instancia, pero poco importaba ya. La plaza estaba con él. Un estocada, un aviso. Petición mayoritaria de la oreja, que el presidente concedió en el último suspiro. Un trofeo facilón que permitió al valenciano franquear la puerta grande por cuarta vez en su carrera, de manera indiscutible.

Quién se lo iba a decir a Ponce, que rindió casi en su totalidad a una afición que, con obras de mayor calado que las de anteayer, le ha negado el pan y la sal del triunfo ganado por derecho en un pasado no tan remoto.

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