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Análisis

Gustavo Gimeno se afianza en San Sebastián como nueva estrella de la dirección

El músico valenciano dirige el «Réquiem» de Verdi al frente de la Filarmónica de Luxemburgo y el Orfeón Donostiarra en la Quincena Musical de la ciudad vasca

El director valenciano Gustavo Gimeno se afianza como nueva estrella emergente de la dirección de orquesta. El sábado, en su segunda y última actuación en la Quincena Musical de San Sebastián, uno de los festivales de mayor solera y prestigio de la agenda musical española, fue ovacionado durante más de diez minutos por las 1.800 personas que abarrotaron el Kursaal de la capital donostiarra para escuchar su impactante interpretación del Réquiem de Verdi al frente de la Orquesta Filarmónica de Luxemburgo y del Orfeón Donostiarra. Gimeno, que ya ha debutado y triunfado junto a algunas de las mejores orquestas internacionales -entre ellas las Sinfónicas de Chicago y Boston, Cleveland, Filarmónica de Múnich, Concertgebouw de Ámsterdam o Philharmonia de Londres- declinó recientemente la invitación cursada por el Palau de la Música para ocupar la titularidad de la Orquesta de València.

El pájaro de fuego de Stravinski, y poco después, en 2014, debutó en el Palau de les Arts al frente de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, con las Sinfonías cuarta y Sexta de Beethoven. Sólo un año más tarde, en 2015, el Palau de les Arts fue también testigo de su debut operístico, con Norma de Bellini, protagonizada por la diva Mariella Devia.

No supieron ver entonces los sordos gestores valencianos la proyección y cualidades de Gustavo Gimeno. Y ahora, cuando su agenda está sin fechas disponibles durante los próximos años, ocupada por las mejores orquestas y salas internacionales, es imposible ni siquiera arañar alguna semana como director invitado. Es la misma lamentable historia que ocurrió con Gianandrea Noseda en la Orquesta de València, o incluso, hace más tiempo, con Riccardo Chailly, que en los comienzos de su carrera colaboró con esta misma orquesta.

Como su tocayo Gustavo Dudamel, Gimeno pertenece a una nueva generación de directores. La que reemplaza a maestros como Mariss Jansons, Claudio Abbado o Bernard Haitink, los tres precisamente muy cercanos a Gustavo Gimeno, quien precisamente ha sido alumno y asistente de los tres. Y de alguna manera, también heredero de sus escuelas y maneras de dirigir. Tanto Jansons como Abbado cedieron en más de una ocasión sus batutas al maestro valenciano para apoyar su imparable carrera internacional, que en apenas tres años le ha catapultado al máximo estatus internacional.

Su interpretación el sábado del Réquiem de Verdi en San Sebastián ha sido impactante, intimista, cabal y apasionadamente humana. Casi abbadiana. Fue, además, una versión de fuste y calado. Fervorosa y de sobresaliente empaque musical, coronada, tras el «Libera me final», por un conmovedor y larguísimo silencio, durante el cual en el abarrotado Kursaal no se movió ni una mosca. Luego, tras ese espontáneo y sobrecogedor tiempo de silencio, arrancó el aplauso in crescendo de un público impactado por la expresividad y autoridad de la batuta del director valenciano.

Fue un Réquiem de poderosos acentos y contrastes. Cuya vitalidad y fuerza - inquietante el «Dies Irae» y su escalofriante motivo, que Verdi repite como recurrente leitmotiv- quedaron aún realzadas por el subrayado recogimiento con que Gimeno y sus músicos -luxemburgueses y donostiarras- plantearon los episodios más calmos e interiorizados. Esta diversidad de matices y ánimos, que extrema dinámicas y ahonda en la teatralidad con la que Verdi envuelve su dramático réquiem, fue la tónica de una versión que, por encima de su sobresaliente calidad musical, brilló por su encendida y calibrada carga emocional. La sombra cercana y querida de Claudio Abbado habita y late con fuerza en Gimeno, cuya gestualidad y honorabilidad ante la partitura tanto recuerdan a la del inolvidable maestro italiano.

Voces de excelencia

El Orfeón Donostiarra volvió a ser protagonista en una composición que ha interpretado en innumerables ocasiones, y que desde hace tiempo forma parte de su propio ADN musical. Todas sus intervenciones sin excepción se movieron en la excelencia. Empaste, afinación, frescura y color vocal fueron virtudes que asomaron desde las primeras notas de la partitura, y se prolongaron hasta el morendo que la cierra con un eterno calderón. Especialmente impactante resultó el polifónico «Sanctus», y por supuesto, el arrebatado «Dies Irae» en sus diferentes secuencias.

En el cuarteto vocal solista destacaron ellas sobre ellos. La soprano uruguaya María José Siri -que protagonizó en el Palau de les Arts Manon Lescaut- tiene medios, técnica, escuela y, sobre todo, una voz estupendamente proyectada que en ningún momento pierde color, brillantez y homogeneidad. Abordó los exigentes y peligrosos agudos sin romper nunca el decurso armónico ni perder la línea melódica. Admirable es también su expresividad, generosa y sincera, sólo oscurecida por la exigua belleza vocal, que impide que se convierta en referencia. A su lado, la veterana Daniela Barcellona -reciente Tancredi de Rossini en el Palau de les Arts- volvió a ser la cantante absoluta de siempre, dominadora y gran artista. La mezzosoprano italiana mantiene intactas las matizadas virtudes que ya lució en la conocida grabación con Abbado de hace ya casi veinte años.

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