Cabe preguntarse por qué hay artistas que llevan 40 años o más en los escenarios y siguen llenando estadios, o plazas de toros, o salas de concierto o habitáculos minúsculos. Suelen ser artistas que hace tiempo que no evolucionan, que repiten repertorios, que muestran ante el público una imagen llena de clichés y lugares comunes. ¿Cómo se forma lo que los cursis llaman una 'leyenda viviente'? Yo no lo sé, claro, porque no lo soy y, además, soy un ignorante. Pero sospecho que todos los artistas que se encuadran más o menos en esta descripción y a los que se incluye, más o menos, en esa denominación, tienen una cosa en común: la profesionalidad. Tienen un trabajo y lo hacen bien, eso es todo. Si no, no llevarían 40 años haciendo lo mismo.

Sabina, por ejemplo, es un profesional. Te podrán gustar más o menos sus canciones, te podrán chirriar más o menos sus rimas, te podrán hartar sus ristras de antítesis y aliteraciones, y te podrán avergonzar más o menos sus chistecillos eróticofestivos mientras el público los ovaciona a tu alrededor. Pero Sabina es un profesional, muy por encima de su fama de crápula (la fama que él mismo se encarga de alimentar, por otra parte), porque si no lo fuera, no llevaría 40 años viviendo de esto tan efímero que es la música. Ni llenando (bueno, casi, alguna calva se vio sobre todo en el ruedo) la plaza de toros de València por segunda vez en tres meses.

Por eso, porque uno considera que es un profesional, el concierto que ofreció Joaquín Sabina el pasado mes de julio en esa misma plaza de toros, me decepcionó. No demasiado, ojo, que uno ya no tiene más que tres o cuatro expectativas en esta vida, pero no me acabó de gustar. Espero que no se acuerden de aquella crónica (ni que cliquen aquí para poder leerla de nuevo) pero Sabina no estuvo bien. No cumplió con su papel de profesional del sabinismo. Muchas paradas, poca conexión con los "sabineros" que abarrotaban la plaza, y una despedida a la francesa que a más de un fiel le hizo dudar de sus convicciones (bueno, eso no suele pasar, que un fiel siempre es un fiel, y dudar es un engorro)

En cambio, lo de ayer por la noche fue muy diferente y lo fue, precisamente, por eso, porque es un profesional. Tiró de oficio (el suyo y el de su banda, que sonó como un clavo) y, sobre todo, de orgullo. Sabía que la cita anterior no había sido buena y volvió a València como enrabietado. Lo dejó claro desde el primer momento. Apareció en escena, lo "negó todo" y lo primero que hizo fue pedir disculpas "por lo de la otra vez". Le echó la culpa al "calor de mil pares de diablos" que aplastaba aquella noche de julio, agradeció a Alfons Cervera y al Flaco haber "defendido lo indefendible" (es decir, aquel concierto), relató que tras aquello le hicieron pruebas y que el médico le anunció que lo único que le pasaba es que tenía "menopausia". "No es cosa de aplaudir, sino de llorar", lamentó ante la reacción del público con esa sonrisita de cabrón marca de la casa. Esta vez nos obligaremos a hacerlo bien, vino a decir, "y que sea lo que Dios quiera".

Y, efectivamente, lo hizo bien. Cierto que ayer no hacía tanto calor como en julio (aunque, oiga, tampoco era precisamente Noruega, que con la rebequita te apañabas) y al artista se le notó a gusto y dispuesto a agradar. Es algo que se vió sobre todo en la primera parte del concierto, aquella que volvió a presentar con una disculpa porque está dedicada a las canciones del último disco. Pero son las que tienen mérito. Las clásicas, las que llenan la segunda parte, funcionan solas, si las cantase haciendo el pino y con la chorra fuera sonarían igual de bien. Lo difícil es defender la nuevas, entre otras cosas porque el disco producido por Leiva no es muy allá, pero también porque el tiempo no las ha discriminado, ni el público es tan receptivo. Pero ayer sonaron muy bien, potentes e incluso más auténticas que en el vinilo (o CD, o internet, o en lo que sea).

Pero el fan de Sabina no sólo vive de su música, sino también de sus palabras, del "show" que ofrece entre canción y canción, una especie de "sit down comedy" melancólica y coñona para un público madurito, con referencias a Ovidi Montllor, a las fronteras y Trump (que vuelve Reagan, señora, y la OTAN), a la Mandragora y a Krahe, a la que están montando vuestro vecinos del norte... Especialmente sembrado estuvo cuando reconoció que la suya era la única banda en la que cualquiera de los músicos canta mejor que el cantante. O cuando interrumpió sutilmente el "Y sin embargo te quiero" que le cantaba Mara Barros para pronunciar las cuatro sílabas mortales: "Des-pa-ci-to".

Bueno, y así todo. Como en el concierto de julio, Sabina salió un par de veces del escenario para darle la vez a Pacho Varona, García de Diego, Jaime Adsua o la susodicha Barros. Pero cuando volvía a aparecer, no lo hacía como si lo estuvieran empujando, esta vez se le veía con ganas, dispuesto a agradar, a resarcirse, a aprobar la revalida con nota. La de la «Magdalena», la del «Bulevar», el «Sin Embargo», la de los «Peces de Ciudad», «19 Días», «Noches de Boda», «Princesa»... Y, esta vez sí, bises, pocos (dos: «Contigo», con ovacionables guiños a la terreta incluidos, y la festiva «Si lo que quieres es vivir cien años») pero suficientes para el sabinismo local se marchase satisfecho. El «maestro» (así le llaman sus fans) cumplió con ellos. Claro, es un profesional.