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«Priscilla, reina del desierto»: es sólo un musical

«Priscilla, reina del desierto»

la rambleta de valència

Viva la música y vivan los musicales, oiga. Y las plataformas, y las pelucas imposibles, y las lentejuelas, y los bailarines apolíneos semidesnudos, y las bailarinas pizpiretas, semidesnudas también. Vivan los chistes y la sal gorda, y el drama en cuentagotas para compensar, y la emoción epidérmica y sencilla, sobre todo si suena como una canción de aquel Elvis surrealista y majestuoso de la década de los 70. Y, por supuesto, vivan aquellas buenas canciones, las que tenían violines y trompetas, y estribillos brutales, canciones grabadas hace 30 o 40 años para hacerte bailar y dudar de tu condición hasta que la música se acaba, se apagan las luces, miras alrededor, te haces pequeñito y vuelves a ser un hombre, o una mujer, normal y corriente que ni lleva plataformas, ni pelucas imposibles ni echa purpurina con sólo mover las pestañas.

¿Usted también da vivas a todo lo anterior? Pues no lo dude, acérquese a La Rambleta y vaya a ver Priscilla, la reina del desierto, que se estrenó el miércoles pasado por la noche. Pero si usted lo que busca es una obra musical con un guión en el que las palabras dan paso a las canciones de una manera tan sutil que le haga olvidar que está presenciando algo tan antinatural como gente que va por la vida cantando, quizá pueda prescindir de esta historia de tres «drag queens» que atraviesan el desierto australiano montadas en una vieja furgoneta. Y, por supuesto, tampoco busque aquí profundidades, ni luchas, ni proclamas, ni defensas sociales. Aquí, y salvo alguna frase suelta o algún giro dramático del guión que se resuelve cantando, no se habla de lo complicado que resulta para muchos mostrar su condición sexual o la frustración que supone tener que disimularla tras la hipérbole de la farándula, cuestiones estás que en la película de 1994 en la que se inspira el musical sí se trataban de manera bastante más profunda. Supongo que los productores tampoco quieren ofrecer eso, y que ni siquiera el público potencial quiere salir a la calle y revivir los disturbios del Stonewall. El miércoles, la gente que llenaba La Rambleta se rió a gusto, sobre todo cuando uno de los personajes movía mucho sus tetas y otro lanzaba bolitas de ping pong de forma poco ortodoxa. Pero a mí (que soy al que le pagan por firmar esto) me llegó un momento en el que el cúmulo de chistes sobre la vejez, las siliconas, las «caris» y las pililas me resultó un poco cansino. Puede que tuviese el día tonto.

Pero bueno, Priscilla es un musical, no una obra de Tennessee Williams. Uno de los grandes atractivos es el vestuario, como ya se han encargado de destacar los promotores y queda bien confirmado en directo. Pero la canciones, los bailes y los artistas que cantan y bailan, bien valen también los 45 o 55 euros que cuesta la entrada. En Priscilla se interpretan un total de 23 canciones, en la mayor parte en su inglés original, cosa que se agradece. De todas formas, los fragmentos que se cantan en castellano no chirrían.

El repertorio es incontestable, y aunque el peso lo lleva la música disco de los 70 («It´s raining men», «Don´t leave me this way», «Go west», «I love the nightlife», «Hot stuff» o la inevitable «I will survive», que a mí se me estomaga ya casi tanto como el «Imagine» de John Lennon), también hay himnos soul («I say a little prayer»), clásicos («A fine romance»), hippismos («McArthur Park») y ochenterismos eternos del calibre de «Material girl», «Pop muzik» o «Girls just want to have fun». Hay incluso un momento operístico con una de las drags interpretando una aria de La Traviatta de Verdi encaramada a la furgoneta que da nombre al musical. Esta escena parece en la obra más metida con calzador que las demás, pero al artista le da la oportunidad de lucirse.

En definitiva, y con permiso de los Rolling, es sólo un musical, ni más ni menos. Espero les guste.

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