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Un viaje espacial con Kubrick y Clarke

Los valencianos asistieron al estreno del filme en 1968 zarandeados por la magia de las imágenes y el ritmo y la riqueza de las ideas

Un viaje espacial con Kubrick y Clarke

Es difícil, por no decir imposible, borrar el recuerdo y el impacto de la primera visión de 2001. Una Odisea Espacial, el filme de Stanley Kubrick al que asistimos zarandeados por la magia y la contundencia de las imágenes, el ritmo y la riqueza de conceptos e ideas. Eso sucedió en 1968 en el cine Serrano de València, el mejor de los posibles que jamás haya existido para ese tipo de espectáculos.

Sabíamos a lo que íbamos. De hecho, la publicidad en revistas de París o de Italia nos había apercibido de lo que iba a deslumbrarnos, siendo, ya entonces, cinéfilos (gracias al Cine-club Sipe, el de Ciencias y otros- y sobre todo el Artis (nunca se escribirá cómo esa sala y el Suizo antes, nos ofreció una ventana al mundo, éste gracias a la Ley Fraga). Nunca hubo sala mejor programada, hasta el cierre final. ¡Ay, qué error!

Pero inmediatamente mi suerte me deparó una ocasión única. Adquirí un ejemplar de la primera edición del libro de Arthur C.Clarke, un genio de la ciencia-ficción y de la literatura tout court. Tenía yo desde 1961 nada menos que Naufragio en el mar selenita y de un poco después, otra obra maestra debida a su talento, La ciudad y las estrellas de 1967. Obra en mi poder la edición barata, pero con muchas fotos, de Salvat (Biblioteca Básica Salvat) de 1970. Iba pues bien encaminado y no sé por qué razón, son hechos y no figuraciones, por qué el gran cineasta las leyó como yo y quiso desarrollar con ellas un gran proyecto original, nuevo, y costó todo un año rodar su especial versión, y Douglas Trumbull colaboró con sus especiales efectos. Nunca unos efectos fueron más especiales (o espaciales). Todo era nuevo y hasta se adelantaban los tres al futuro.

Con ellos yo iba tranquilo y seguro de ir más allá de Júpiter y las estrellas, como mi admirado Gary Lookwod, por quien he preguntado mucho después (José Luis Borau me ha contado cosas, pues trabajó con él, y también Agnés Varda, porque su marido, Jacques Demy, le dirigió en Une chambre en ville), y que pienso que seguirá en el espacio intergaláctico o como «star-baby» recién nacido, pues Bowman es quien al final se desmaterializa, o deviene, energía eternamente renovada y se permite ejemplificar el «eterno retorno» nietzschiano, pero para mí al menos, ambos se funden en el recuerdo. Así calaron en mi imaginación y he viajado tanto con ellos que somos de la misma tripulación de un «magical mistery tour» (en palabras de The Beatles). Pongamos que jamás hubo un short blanco mejor puesto y cargado de poderes terrenales que el de Frank Poole (Gary Lookwod). Alimenta todavía mis ensueños más que mis sueños (están hechos del material de los filmes, antes era inflamable), como la Ava Gardner de The Killers o la Marylin Monroe de Niagara. Es como es, soy como soy.

Estaba este viernes leyendo y todo me parecía nuevo, porque cada lectura pertenece a un tiempo y un espacio y no volvemos ni podemos volver a él. Y si sabemos dónde estamos no sabemos cuándo es (así lo explica mi gran maestro Werner Heisenberg en La ley de la incertidumbre que tengo en su versión Le manuscrit de 1942 junto a una edición de La Pleiade de «À la Recherche du Temps Perdu», en mi mesilla de noche, para orientarme (o desorientarme antes de dormir largamente). No exige menos Arthur C. Clarke, aunque fue un redomado pederasta, que vivió como un rajah en Ceylan (ahora BBB) y fue denunciado por sus inclinaciones hacia los menores, lo que solamente se resolvió gracias a su oportuna muerte. Nunca nadie fue salvado tan in extremis. Solamente sucede así en El nacimiento de una nación de Griffit o en Las dos huérfanas en la tormenta. El guionista es Dios o el azar, que son geniales. Como la vida misma.

Y como soy inveterado espectador hasta a deshoras de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana, prepararse porque estuve tres horas con Jan Harlan (el cuñado de Kubrick) y le exprimí el jugo, hasta marearle. Y luego o antes vimos The shining, y todavía tiemblo. Era más misterioso el making-off contado por este ayuda de cámara, artista a su modo, realizador, localizador, hombre para todo, que viajaba con él y descubrieron juntos el hotel de nuestras pesadillas y a las niñas fantasmas, tan bellas como peligrosas y/o amenzantes. Todos les han copiado luego y lo que seguirá.

Él y Kubrick se ocupaban de buscar quién debía dirigir el doblaje, y en Shining se lo encargaron a Carlos Saura, que cobró un pastón. Y siempre oían todas las voces, previamente, por su tono, su adecuación al personaje, y así daban con los más adecuados, aunque «no encuentro ventaja alguna al doblaje, aunque en Italia y España es lo acostumbrado». El es arquitecto y ha construido los decorados para Full Metal Jacket o para Eyes Wide Shut. «El trabajo del arquitecto depende del cliente». Y me declaró: «Kubrick era optimista, creyó que la rodaría en 24 semanas y luego necesitó 15 adicionales con Tom Cruise y se cambiaron muchas cosas».

Ocupo mi butaca, sí, vuelvo con el tiempo justo, antes de comenzar la proyección y me da el inesperado e inmerecido latazo un personaje, Enric Tàrrega, que va con un jovencito, hijo de Berta (es la casera de Amadeu Fabregat, que esta vez no asiste, pero sí asistía cuando nos deslumbró con Eyes€ y en cambio vi La naranja mecánica con José Navarro, que tras una peripecia espacio-temporal de 45 años comía ayer conmigo). A la salida del estreno de 2001, ante la casa de la plaza del doctor Collado, entonces tranquila y sin el falso Café Lisboa, charlamos tres horas desgranando el filme, algo imposible con una mente cuadriculada de comunista de entonces que cree en los milagros de la Virgen de los Desamparados si la misa se hace en valenciano. Y el milagro se hizo. Cuando ya en verano llevé a Erik Millik a verlo -él que vive en Viena, y, a quien el productor de Ludwig quería lanzar como a Helmuth Berger y supo decir «no» que es lo más importante en la vida y sin embargo fue la figura central de la falla King Kong- y sí, esta vez no cabía mejor principio, a lo grande para un viaje interplanetario de un verano resplandeciente en la calle Ripalda no sé cuantos, lleno de emociones espaciales y poemas. El tiempo ha hecho de todo ello un «¡espill a trossos!». Y qué más da. Así es el tiempo recobrado y extrañamente sabemos cuándo y dónde, lo que contradice a Heinsenberg. Y ahora suena en mi sala El bello Danubio azul, como hace pocos días, dirigido por otro a quien he tratado y entrevistado por fortuna a veces, Ricardo Mutti. Disfruten. Porque lo que sigue es la vuelta al principio: «Also sprach Zarathustra» (op.30) de Richard Strauss, con la que me despierto, si puedo, de este sueño «enmirallat». No hay modo.

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