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Fernando Aramburu después de "Patria": plano interior

Autorretrato sin mí, el relato de lo que pasa por dentro a lo largo de una vida

Es lugar común entre quienes leen novelas mirar con lupa gorda la segunda entrega de un escritor que arrasa con la primera. Buscar si fue casualidad el éxito, flor editorial efímera, o si pueden engancharse a un nuevo contador de historias. El fenómeno Patria ?que lleva dos años en lo más alto de las listas de ventas, que va a convertirse en serie televisiva, que ha leído casi todo el mundo lector o jura que va a hacerlo, y que aquí saludé, apenas salida de imprenta, como "un novelón valiente, redondo y dueño de tanta verdad literaria que hará muy difícil que ETA venza en la batalla de la literatura, del relato sobre lo que fue su historia"? ponía a Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) en ese trance. De acuerdo: no era Patria su primera novela. Pero su mogollón de ediciones (va para 30, qué barbaridad: traducciones aparte), la polémica que trajo por meter las manos sin miedo entre el pus social, los seiscientos mil lectores que avalan una novela nada fácil de consumir, todo ello -digo? casi borra la anterior obra de Aramburu y convierte a Autorretrato sin mí en candidata clara a ese "síndrome de segunda obra" que tanto paralizó a tantos escritores. ¿Cómo salvó el paso nuestro hombre? No haciendo una novela, regalándonos eso que se ha dado en llamar "prosa poética", un delicioso autorretrato cuyo narrador escribe nada más comenzarlo: "Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu", explicando así el título. No es exactamente una autobiografía exterior: es acaso una autobiografía interior, el relato de lo que pasa por dentro a lo largo de una vida, no lo que pasa por fuera, no las anécdotas, no los conocidos famosos, no los vanidosos acontecimientos. Autorretrato sin mí es el poso que deja todo lo vivido.

No, no fue Patria la primera obra de Aramburu. Tras haber pertenecido al "Grupo Cloc" ?el que mezclaba poesía, humor y surrealismo? y haberse mudado a Hannover como profesor de español (allí vive desde 1985), desarrolló carrera de novelista, poeta, escritor de libros infantiles, ensayista y traductor (también aquí hablé de La matanza de Rechnitz, aquella espeluznante historia de orgía borracha y criminal nazi). Y fue obteniendo premios a porrillo desde la estupenda colección de cuentos Los peces de la amargura ?sobre las víctimas de ETA, por decirlo rápido? a Años lentos, que califiqué en estas páginas como "novela de iniciación" y novela de "educación sentimental con ETA al fondo". Solo entonces llegó Patria. Y enseguida estos capítulos breves ?fogonazos conmovedores para disfrute de quienes deseen bucear a fondo en lo interior? que son Autorretrato sin mí. Da casi vergüenza decirlo, pero es menester hacerlo: son páginas escritas con primor. No tropezamos al leerlas contra malas construcciones o contra un sentimentalismo baratón de baratijas. En un tema tan, tan delicado ?el viaje a lo más profundo de uno mismo? Aramburu salva el lance porque sabe escribir, no solo redactar. Construye narraciones redondas: "Invivencias", una especie de recuerdo hacia adelante, lo que no se vivió pero se recuerda en la espalda de la antigua amada que se aleja; "El sable", magnífico episodio infantil; "El viejo", magistral apunte que si hubiera sido estructurado con la frase final puesta al principio perdería todo su fuelle. O esa exploración del "hueco" que a veces se apodera de todos nosotros: "Vuelco ángeles, caballos, argumentos, y el hueco se me sube por los hombros; se adueña de mi nombre; me expulsa despiadado de mi cara. Yo, la verdad, no sé qué hacer. Hoy manda el hueco. Hoy no soy nada".

O el diálogo con alguien que visita (no que "visitará") la (futura) tumba del autorretratado, quien "no sabría decir cuál de los dos se apiada más del otro": "Si yo le pudiera contar, ay, si yo pudiera decirle hasta qué punto no hay misterio, ni castigo, ni recompensa, en nuestro retorno a la materia inerte". Se recuerda y revive el niño interior que siempre va con uno, con muchas referencias al barrio de extrarradio donde se crio: "En nuestro piso del arrabal había muebles sencillos y afecto, pero no había un solo libro. Esa suerte de templo llamada ´la biblioteca de mi padre´, que evocan con veneración algunos escritores, yo nunca la conocí. Mi infancia es un sitio, al final de la ciudad, con montes y zarzales". Y sabe ponernos los pelos de punta con la niña enferma en la sobrecogedora "Línea de destino"; con la biopsia de "Diagnóstico", esas "malas noticias"; con el retrato del padre ebrio; o acercarnos a la Guapa, al perro, a García Lorca, a la bofetada de 1971 (magistral), a ese aprendizaje del morir practicado a la hora de la siesta. Palabras para autorretratar a Aramburu: "Otros trabajan el oro, la madera, la harina. Yo me afané con las comunes palabras del idioma castellano (€), en una prisión de palabras concebí el empeño, tal vez cumplido y por supuesto fatuo, de ser libre. No he sido nada del otro mundo, un simple hombre atareado en juntar signos frente a la noche". Ese idioma castellano: "Tú, amiga lengua castellana, la más firme y duradera de mis pasiones, me acompañas en la vigilia y en el sueño, (€) te servimos torpemente sin por ello dejar de venerarte, maravillosa lengua castellana, compañera del alma, compañera". No, no es alucinación que se vean en estas palabras ecos de los clásicos en español, de Antonio Machado, claro, de César Vallejo, de Miguel Hernández, qué sé yo: de todos los buenos.

Y aquí y allá el propósito vital del escribir: "Que a los demás, aunque nunca los lleguemos a conocer, complazca el resultado de nuestro tesón creativo; que este mejore sus vidas o les proporcione algún tipo de enseñanza, deleite o consuelo, justifica en grado suficiente la tarea". Siempre consciente de nuestra debilidad: "En líneas generales, acierto y me equivoco. En líneas generales, me equivoco y acierto, y los años van pasando. A veces me equivoco mucho. A veces, la verdad, no acierto nada". Qué libro más hermoso.

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