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Descartar lo obvio

Descartar lo obvio

Sostenía Tom Wolfe que uno de los fundamentos del periodismo es descartar lo obvio. Es precisamente la esencialización del sonido, la eliminación de lo superfluo y retórico, lo que más fascina del arte puro de Maria João Pires. La pianista portuguesa (Lisboa, 1944) volvió el lunes al Palau de la Música. Esta vez para tocar el «Tercer concierto para piano» de Beethoven junto a la Orquesta de París y Daniel Harding. Antidiva ajena a cualquier vanidad, volvió a desvelar que el sonido, cada sonido, por el hecho de serlo, entraña en su naturaleza la misma génesis de la música, más allá incluso de su propia belleza, calidad o cualidad.

En València ni se «oyó» ni se «escuchó» el Beethoven de la Pires. Simplemente se vivió. Como un amanecer alentejano entre jara y encina, como una puesta de sol lisboeta o como se siente el alba ante el Mediterráneo valenciano. Pires descarta la «hojarasca» y se instala en el universo escurridizo de las sensaciones. Beethoven, a través de ella, habla al alma capaz de emocionarse y de turbarse, que se prepara para sumergirse en el siglo romántico. No es asunto de belleza, sino de algo que se vive, se experimenta y se siente. ¿Cómo explicar lo que fue el inicio en solitario del Largo central? ¿Cómo describir la magia de la introducción del rondó final? ¿Cómo transmitir el modo en que vivificó la música eterna de este nuevo Beethoven revitalizado sin adjetivos ni elucubraciones estilísticas? Así de sencillo. Así de complicado.

Daniel Harding (Oxford, 1975), que bien podría ser hijo de la Pires, brindó un animoso acompañamiento, pero ajeno a lo que fluía del piano. Demasiado terrenal, demasiado obvio. Frente a la naturalidad absoluta de la lusitana, Harding se empeñó en un Beethoven vehemente y de enérgicos contrastes dinámicos y anímicos, que colisionaba con esa manera que tiene la Pires de enfatizar sin apenas levantar la voz y de susurrar sin que el sonido pierda presencia ni relieve. En este prodigio mucho tuvo que ver la meticulosa preparación técnica realizada por el artesano -artista, idéntica raíz- Javier Clemente sobre el piano Steinway recientemente adquirido por el Palau de la Música.

No subió al cielo la exagerada y ampulosa versión de la «Tercera sinfonía» de Brahms escuchada en la segunda parte. Harding, director de irrefutable categoría, serio y ciertamente maestro en su oficio, obtuvo de la Orquesta de París, de la que es titular desde 2016, una respuesta opulenta y deslumbrante. Más brillante que emocionante, más decibélica que densa. De notable y bien empastada calidad instrumental. También de excesivos y hasta en ocasiones virulentos contrastes, aunque ayuna de la característica densidad armónica a la que se refiere Manuel Muñoz en sus sabias notas al programa. Paradójicamente, lo mejor llegó en el lírico Poco allegretto del tercer movimiento, tan popularizado -como recuerda Muñoz- por la película Aimez-vous Brahms?, dirigida en 1961 por Anatole Litvak a partir de la novela homónima de Françoise Sagan.

Fue, en definitiva, una versión más elgariana que brahmsiana. Más epidérmica que conmovedora. En las antípodas de la maga Pires. Director y pianista se cruzaron y reencontraron sobre el teclado en la propina inesperada de un arreglito para cuatro manos de la popular «Canción de Solveig», de Peer Gynt, escrito por el propio Grieg. Exitazo, claro. La noche se cerró con Harding haciendo patria dirigiendo pomposamente la célebre variación «Nimrod» de las Variaciones Enigma. De Sir Edward William Elgar, of course!

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