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Crítica de ópera

Cajón de sastre y casi desastre

Cajón de sastre y casi desastre

«La condenación de Fausto»

palau de les arts (valència)

De Hector Berlioz. Leyenda dramática en cuatro partes, con libreto de Hector Berlioz, Almire Gandonnière y Gérard de Nerval, basado en el «Fausto» de Goethe. Coproducción: Palau de les Arts, Teatro dell´Opera di Roma y Teatro Regio di Torino. Reparto: Celso Albelo (Fausto), Silvia Tro Santafé (Margarita), Rubén Amoretti (Mefistófeles), Jorge Eleazar Álvarez (Brander). Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet (Roser Gabaldó, Míriam Puchades, directoras). Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats (Luis Garrido, director). Cor de la Generalitat Valenciana (Francesc Perales, director). Dirección de escena: Damiano Michieletto. Escenografía: Paolo Fantin. Vestuario: Carla Teti. Iluminación: Alessandro Carletti. Direc­ción musical: Roberto Abbado. Entrada: 1.500 localidades (lleno). Fecha: Miércoles, 20 junio 2018 (se repite los días 23, 26 y 29 junio 2018).

Cajón de sastre y casi desastre. Una vez más, el joven y habilísimo director de escena veneciano Damiano Michieletto ha vuelto a atiborrar la escena del Palau de les Arts con su vistoso e inagotable derroche de imaginación, talento, originalidad y hasta atrevimiento. En esta ocasión ha sido con La condenación de Fausto, la formidable «leyenda dramática» que compone en 1828 un joven y genial Hector Berlioz de 24 años. La esencialización escénica que hace Berlioz al reducir el original de Goethe a cuatro personajes queda vulnerada en este sofisticado montaje por el permanente afán de Michieletto de lucir su capacidad creativa, que interviene sin contemplaciones en la configuración dramática y añade mil y una pequeñas historias e historietas.

Tal protagonismo escénico acaba por resultar cansino y en él abundan efectos y recursos ya vistos y hasta manidos. La saturación de ideas y originalidades no hace sino complicar y enredar el decurso dramático. Michieletto transforma las cuatro partes en que Berlioz divide su leyenda dramática en una especie de cansino culebrón televisivo de quince capítulos. Abundan detalles tontos o demasiado sofisticados. El naíf Paraíso terrenal (mezcla de pintura de Henri Rousseau y de grafiti poligonero), los vasos con quién sabe qué líquido que se echa la pobre Margarita encima, la rata copiadísima de las lohengrinescas de Hans Neuenfels o la disparatada ubicación de los coros, al fondísimo de la escena, a distancia kilométrica de la orquesta y que supuso un problema insuperable para la realización musical, son detalles que se completan con un inagotable etcétera en el que no faltan las típicas proyecciones ni la manoseada cámara empeñada en sacar detalles y distraer la acción.

Tampoco funcionó el fundamental capítulo musical. El protagonismo absoluto de los coros quedó destrozado no sólo por la perniciosa ubicación de los coristas (repartidos entre las alturas del fondo de la escena y las profundidades remotas del foso de la orquesta), sino también por un Cor de la Generalitat irreconocible, desajustado, destemplado, inseguro y muy alejado de sus acostumbradas calidades. No es difícil imaginar que el irresponsable maltrato administrativo que está recibiendo en estas semanas repercute así en el ánimo y en la imprescindible entrega y concentración de sus componentes, que han demostrado siempre, por activa y por pasiva, su notable calidad.

El bien reconocido tenor tinerfeño Celso Albelo inició su actuación mal, muy mal. Con la voz temblorosa y casi quebrada. Tímido y como si fuera un principiante. Por fortuna, tras este inquietante comienzo, pronto superó ¿los nervios? y se impuso el gran cantante que es. Acató con disciplina las mil perrerías que le exige la dirección de escena y logró culminar una encarnación notable que se pulirá y agrandará cuando ruede un rol que él lleva con pericia y gran respeto a su vocalidad de tenor lírico-ligero.

Mefistófeles -¡el demonio nada menos!- requiere una voz imponente, con capacidad de sobrecoger. Poderosa en volumen y expresividad. Como la de Samuel Ramey, que cantó este papel excepcional en el Palau de la Música el 20 de mayo de 1995. Ni por lo uno ni por lo otro el bajo burgalés Rubén Amoretti es el cantante indicado para abordar un papel de esta envergadura, menos aún en un espacio escénico frecuentado por colosos como Matti Salminen, Stephen Milling, Erwin Schrott o Alexánder Vinogradov. Aún menos adecuado resulta recurrir a un alumno del Centre de Perfeccionament para el papel de Brander, encarnado con más voluntad que propiedad por el barítono mexicano Jorge Eleazar Álvarez.

La única real triunfadora vocal de la noche fue la internacional mezzosoprano valenciana Silvia Tro Santafé, que dio vida a una creíble y convincente Margarita. Deslumbrante, sin cargar las tintas, con salud y autoridad vocal superlativas, se adentró en el frágil personaje para imponer su fuerza dramática de gran cantante más allá de una escena que con frecuencia le era adversa. Fue ella, también, la que cosechó con pleno merecimiento la mayor ovación de la noche.

La Orquesta de la Comunitat Valenciana sonó con corrección y su acostumbrada calidad, pero sin la coloreada suntuosidad berlioziana. El maestro Roberto Abbado concertó con oficio y temple una función que rara vez alcanzó la excelencia. Y no supo -o no pudo- sortear el problema de la ubicación de los coros. Algo que restó a la representación el sentido coral y unitario de esta «leyenda» concebida más para la sala de conciertos que para la representación escénica.

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