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Crónica

Raphael, un derroche magnífico

Se quedó lejos Raphael de llenar la plaza de toros de València el jueves por la noche. Y a uno le sabe mal estar disfrutando de un concierto tan sobrado de todo, con 32 canciones y más de dos horas de actuación, y ver tantas sillas vacías. Uno piensa «qué manera de derrochar un concierto magnífico».

Poco público y poca gente joven. Contrasta con la banda que acompaña a Raphael, que excepto por los dos teclistas y el propio «aquel», no debe llegar ninguno de sus integrantes (dos guitarras, bajo, batería y percusión) a los 40. Y qué barbaridad, cómo tocan. Hubo un momento en el parecían los Allman Brothers. Qué bestias. Salvando todas las distancias que quieran, porque las canciones no dejan de ser las canciones de Raphael, y él no puede evitar ser él mismo, pero todo transcurrió al ritmo de un mediofondista keniata. El cantante sólo se dirigió al público en un par de ocasiones y entre canción y canción apenas daba pie a que el respetable le adorara durante unos segundos. Entonces se abría de brazos y se transformaba en una divinidad translúcida. Pero él había venido a cantar, no a conversar con el público. Eso que lo haga Sabina.

Arrancó la música y salió Raphael vestido de negro y con chaquetón de cuero ídem, como invitándonos a entrar en su matrix de exceso y melodrama. Sonaba «Infinitos bailes», compuesta por Izal e incluida en el último disco del de Linares, con el que ha intentado rejuvenecer a su grey. De ese disco es «Aunque a veces duela» e «Igual de loco por cantar», el traje a medida que le ha cosido Diego Cantero de Funambulistas.

Tres canciones y tres veces que se levantó el público, sobre todo las señoras que desafiaban la física y la lógica aplaudiendo a rabiar al mismo tiempo que cogían con fuerza el bolso. «Es un placer estar una vez más en València. Una vez más y las que nos quedan», dijo Raphael. Atronadora ovación. «Estas canciones son de mi último disco, pero yo sé muy bien a qué han venido». El artista se quitó el chaquetón y empezaron a sonar las notas inconfundibles de esa «Mi gran noche» que igual te anima un geriátrico que te cierra el garito más moderno.

Y así, lo que vino a continuación durante dos horas fue una retahíla de clásicos raphaelinos y versiones ajenas raphaelizadas que se sucedían sin apenas tiempo para adorar a la divinidad raphaeliesca. Cantó «Ahora» y «Ella» (la de su «anochesido pelo»). «Está delgado», apreciaba una señora. «Está inmenso», le contraatacaba su acompañante. «Somos», «Digan lo que digan», «La noche». El público se levanta, aplaude, grita guapo y se vuelve a sentar. «Volveré a nacer» («pasé de la niñez a los asuntos»), nueva ovación, se abre de brazos y la luz blanca del foco que le estira la cara le atraviesa la piel hasta volverle casi etéreo. «Cuando tú no estás» y «Yo sigo siendo aquel», que empezó con la banda escondida, dejando al cantante sólo ante el peligro, para a continuación, en el estribillo, levantarse todos los músicos a la vez mientras el artista aúlla «Seré Raphael el de siempreeeeeee». «Bravooooo», gritan las 3.000 personas que ya parecen 6.000.

Las canciones giraban como un carrusel de temática raphaeliana: el yo, la reafirmación del yo, el drama, el melodrama, el hiperdrama, el olvido, el no me acuerdo, el y tú más. La festiva «Maravilloso corazón» dio paso a «Por una tontería» y a que uno pensara que en la transición se compusieron más canciones sobre cuernos que sobre la libertad, la amnistía y autonomía. «No puedo arrancarte de mí» sentado en una silla, «Aunque a veces duela» de pie, y «Estuve enamorado» con prólogo de los Beatles y wah wah.

Un descanso, por favor. No. Los músicos, rodean a Raphael para interpretar «La quiero a morir» de Francis Cabrel. Cuando acaba «Adoro» la pequeña multitud corea «Raphael, Raphael» sin olvidarse de la H intercalada. En la versión de «Gracias a la vida» se luce al guitarrista. El teatro que está siendo todo el concierto se convierte en metateatro cuando hace un «Volver» en duo con la voz de Carlos Gardel saliendo de una vieja radio.

Raphael vuelve al repertorio propio con «Estar enamorado» y la estremecedora «En carne viva», cuyo estribillo canta el público como un coro de serafines. Cuando llega «Escándalo» ya nadie se vuelve a sentar. «Qué sabe nadie», pese a la guitarra AOR y los metales pregrabados (o quizá por eso), suena magnífica y supone el cenit del concierto, con Raphael saliendo del escenario con la actitud de aquel James Brown que caía de rodillas y le ponían la capa en «Please, Please, Please». «Yo soy aquel» suena a velocidad ramoniana, y canta con ojitos de cabroncete una «Como yo te amo» demasiado corta. Ya no hay más, Raphael lo ha entregado todo. Por eso, cuando vuelve para hacer un gesto de agradecimiento y se va, el público se va con él sin rechistar. Raphael es su pastor, nada les falta.

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