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Opinión

El día que conocí a Matilde

El día que conocí a Matilde

Hay encuentros que marcan toda una vida: fue en el otoño de 1967 y en un sótano de la calle Comedias, durante un ensayo del Orfeón Universitario al que yo acababa de ingresar. Seguramente, era yo el más joven del conjunto y allí nos reuníamos cada sábado, por la tarde, para preparar el tradicional concierto de Navidad en el teatro Principal.

A mediados de noviembre, nos pasaron las partichelas de unas Nadalas escritas por una mujer, detalle que, de partida, nos llamó la atención, dada la «escasa» producción musical -femenina- conocida en aquellos años: Fanny Mendelssohn, Teresa Carreño o Clara Schumann, como mucho. Tiempo después vendrían Nadia Boulanger, Alma Mahler o Amy Beach. En primera audición, aquellas «atrevidas» armonías sorprendían dentro del momento musical valenciano. Ella pintaba con otros colores y con un pincel diferente.

Pero lo bueno estaba aún por llegar: una tarde se anunció la visita de la autora de aquellos pentagramas con el fin de supervisar el trabajo de Jesús Ribera Faig, nuestro director. Mantengo intacto en la retina el instante de su llegada como una exhalación, atravesando las filas de cantores como una centella. Era imposible dejar de observarla. Matilde se hacía inevitable con su sola presencia y por su personalidad magnética. Te atrapaba y, a partir de ahí, el deseo de acercarte y conocerla un imperativo. Pero todo eso vino con el tiempo.

Mas como nada en la vida es casual, entre mis profesores del conservatorio de València, además de Consuelo Lapiedra, Roca, María Teresa Oller, Cervera, Ferriz o Emilia Muñoz, asistí a las clases de acompañamiento del compositor Vicente Asencio, gran músico y pedagogo, casado, precisamente, con Matilde Salvador. Asencio impartía unas clases verdaderamente magistrales y, de tanto en tanto, lanzaba sentencias que el alumno debía captar al vuelo y leer entre líneas. Fuera del horario, siempre se entretenía con alguno de nosotros hasta que una mujer de diminuta estatura pero de enorme personalidad, llegaba con un pequeño 600, aparcaba en la puerta del centro, y literalmente, rescataba al marido del aula de San Esteban. Digo esto, para plasmar que tanto Vicente como Matilde se me habían revelado como seres «diferentes» dentro del ambiente musical -bastante provinciano- de una ciudad de hace más de 50 años. Habían pasado por Barcelona y París y aquello dejaba huella. Varios meses después, Asencio me invitó a su piso de la calle Burriana con el fin de mostrarme sus «Danzas Valencianas para piano», piezas que por su calidad y nobleza están a la altura de las de Granados, Ginastera o Cervantes. La sorpresa llegó cuando al entrar al salón, allí estaba, sorprendida, Matilde quien exclamó: «¡Pero, Vicente, este es el chico del Orfeón Universitario del que yo te había hablado!». El resto fue una historia de amistad en la que Matilde se convirtió en cómplice y amiga. Compartimos momentos memorables en conciertos, comidas o viajes. Nunca permitía que le retirara la copa de vino, que ella terminaba después del café. ¡Como disfrutaba con el arroz al horno de mi madre!

En otra ocasión viajamos juntos -con mi hermana Ana- a Londres, compartiendo hotel los tres, en la zona de Paddington. Después de cenar en un chino de verdad de Leiscerter Square, Ana y yo estábamos muertos de cansancio y propusimos volver al hotel en taxi, a lo que Matilde inquirió: «¿Y no vamos a ver un poco más de las luces de esta ciudad?» Así que remontamos Regent Street hasta donde nos dieron las piernas y a dormir. Pero la anécdota más divertida fue que, al despertarnos, vimos a Matilde sobre la cama perfectamente vestida y lista para salir. Le dijimos que dónde iba tan pronto. Ella respondió que llevaba más de una hora esperando y que éramos unos dormilones. ¿Qué había pasado? Pues que nuestra compositora no había cambiado el reloj y aun llevaba la hora española. Las carcajadas debieron escucharse hasta en la recepción del hotel. También compartimos mañanas de playa, charlas crepusculares y fotografías en la casa de su hija Mati y José Evangelista en Menorca. Solía decir que yo más que retratarla, la operaba.

En los conciertos del Principal o del Palau, era oyente muy exigente y severa. No se le escapaban detalles. Cuando alguna cantante vestía de manera extravagante, solía decir: «Xiquet, i a ésta qui la enganyat?». Otra vez, en una representación del Festival Opera y Solistas, le presentaron a una señora poco ducha en temas musicales. Al conocer que Matilde era autora de la única ópera escrita por una mujer y estrenada en el Liceo de Barcelona, asombrada le dijo: «Pero? ¿la ha escrito usted toda, toda?" Matilde la miró de manera fulminante y le respondió: «Señora, una ópera se escribe toda o no se escribe». Esa era Matilde Salvador.

Como amiga personal siempre le estaré agradecido por su humanidad y generosidad ilimitada. Acompañé muchas de sus canciones en la Sociedad Filarmónica así como en Castelló, Alcoi, Gandia, Alcalá de Henares, Ciudad Real, Albacete, Cuenca, etc., con la soprano Ángeles López- Artiga y fueron muchas las horas pasadas en su piano corrigiendo -con autoridad- cada interpretación y por ello, cuando en 1980 me nombraron director del Instituto de Musicología del la Institución Alfonso el Magnánimo, propuse hacer algo especial para que parte de su obra fuera editada a la altura de la artista. El editor Piles hizo un prolijo trabajo con sus canciones para voz y piano sobre poemas de Artola, Casp y Fuster, donde volcó su sensible inspiración en lo que ella consideraba el instrumento más hermoso: la voz humana.

Y no menos admirable es que Matilde siempre fue consecuente con la defensa de la lengua y el respeto por el compositor. Se cumple el centenario del nacimiento de una gran mujer y una compositora única. Una militante de la vida.

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