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Encajes franceses

No son habituales los conciertos de arpa en las orquestas españolas y no será por falta de repertorio ad hoc: Debussy, Pierné, Damase, Salzedo, Ginastera, Milhaud y hasta Nino Rota y John Williams dedicaron su talento al instrumento. Es por ello que hay que saludar con fruición a Luisa Domingo (València, 1976), solista en la OV y en Les Arts desde 1995, en la nueva propuesta de la Orquesta de Cámara Eutherpe.

Dirigida con tacto y esmero por Francisco Valero-Terribas en el «Concierto de arpa y orquesta», de Boieldieu, la arpista estuvo siempre arropada sin excesos que habrían ocultado los sublimes matices de la partitura. Después con la presentación orquestal, en el Allegro brillante la solista certificó sus intenciones haciéndose con la obra en la forma y en el fondo. Con virtuosismo, trinos y glissandi deslumbró la claridad de ejecución de una escritura intrincada que requiere mucha mano izquierda (y derecha) para solucionarlo. El Andante o Lento dio la oportunidad de medir su musicalidad donde el autor subraya su lirismo tan preciado. Los desafíos técnicos del Allegro agitato no fueron traba alguna para el nervio y el brío de Luisa Domingo que tuvo en Valero-Terribas, un absoluto cooperador necesario siempre alerta a las maneras de la arpista. Como bis una «Gymnopedia», de Satie, que cautivó al auditorio.

«La Pavane op.50», de Fauré, es una corta pieza de carácter arcaico donde los jóvenes intérpretes de Eutherpe (más algunos refuerzos profesionales) atendieron las sutiles indicaciones del maestro valenciano en una obra donde los vientos son fundamentales, destacando el pasaje del flautista, enhebrado con responsable y hermoso fraseo.

Ravel, el más grande de los compositores vecinos, fue el elegido para cerrar el concierto. «La Pavana para una infanta difunta» nació como corta pieza para piano pero la tentación de orquestarla no tardó en llegar. Ravel hizo (como siempre) un trabajo de artesanía exponiendo su sensibilidad por lo español (como muchos otros músicos franceses). Las trompas tienen aquí un rol fundamental, no siempre de fácil resolución por la precisión y delicadeza que requiere. Ravel sólo orquestó cuatro de las seis piezas de «Le tombeau de Couperin», escrita para piano. Los colores orquestales casi hacen olvidar la simple grandiosidad del original y Valero-Terribas se aplicó para obtener la mejor paleta de matices en sus jóvenes. Muy atractiva la intervención de la oboísta y sus colegas de la madera y el metal. La atmosfera raveliana no se sostendría sin ellos. Oído el buen hacer del maestro de Silla, ¿No tiene más que merecido dirigir, en temporada, a la OV?

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