Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Torrestrella, en el buen camino

Su actual propietario, Álvaro Domecq Romero, ha conseguido devolver la ganadería a los principales circuitos taurinos

Torrestrella, en el buen camino

Una de las ganaderías más señeras del campo bravo español ha vuelto por sus fueros las últimas temporadas. Su creador, don Álvaro Domecq y Díez, fue -además de un brillante y distinguido rejoneador- uno de los criadores de toros bravos más intuitivos de la última mitad del siglo XX. El caballero jerezano supo compaginar tradición y hondas raíces ganaderas con modernidad y cultura. Además, ocupó importantes cargos políticos: alcalde de Jerez de la Frontera (1952-1957), presidente de la Diputación de Cádiz (de 1957-1967) y procurador en Cortes. Pero, por encima de todo, un ganadero de los pies a la cabeza que supo ganarse su propio prestigio a partir de la herencia recibida de su padre en marzo de 1937, cuando -a su muerte- se dividió la ganadería que había adquirido en 1930 de Pedro Alcántara Colón, duque de Veragua, que éste había adquirido, a su vez, en 1835. Esos toros -según la Real Academia de la Historia- habían pertenecido con anterioridad al rey Fernando VII (desde 1830) y, antes, a Vicente José Vázquez (en 1780). La familia Colón vendió la ganadería en 1927 a Manuel Martín Alonso, que tres años después se la traspasó a Juan Pedro Domecq y Núñez de Villavicencio, quien llevó las reses a la finca Jandilla. En el proceso de formación de la vacada fue muy importante la labor del también ganadero Ramón Mora-Figueroa, amigo de la familia. Muy pronto se añadieron reses procedentes del conde de la Corte y Gamero Cívico.

La mítica ganadería del duque de Veragua pasó a manos de sus cuatro hijos: Juan Pedro, Álvaro, Salvador y Pedro, que se mantuvieron juntos explotando la ganadería durante varios años. Según apunta Ignacio de Cossío, una parte de las reses veragüeñas se quitaron poco a poco y se incorporaron los sementales «Carabella» y «Llorón», más veintisiete becerras del Conde de la Corte. En los sucesivos años se añadieron más progenitores y vacas del mencionado hierro condeso. Llegados a este punto, los hermanos Domecq decidieron dividir la ganadería en cuatro lotes e iniciar cada cual su camino en solitario.

Don Álvaro se deshizo paulatinamente de su parte para criar un tipo de toro a su gusto, que hoy en día es considerado un encaste diferenciado fruto de una labor ganadera desarrollada durante más de sesenta años. Empezó a construir su propio proyecto basado en una mezcla de sangres, que fue consolidando con sabiduría y paciencia a través de los años. A finales de los años cuarenta -como relata de Cossío- vende su parte, y en 1955 compra la vacada de Salvador Suárez Ternero, procedente de Guardiola-Soto, de cuyas reses se deshace con prontitud. En un primer momento, se anuncia a nombre de «Valcargado», finca que con el correr del tiempo pasaría a ser propiedad de Antonio Ordóñez Araujo.

«Torrestrella»

En 1955 compra también parte de la ganadería de Curro Chica, que procedía de la portuguesa del Duque de Braganza y derivaba de vacas vazqueñas cruzadas con sementales de Ibarra, a las que agrega un lote de vacas del ganadero Carlos Núñez, entre las que se encontraba «Lancera», que ha marcado la historia de este hierro por ser la madre de «Lancero», un semental que fue el que hizo en realidad la ganadería, fijando su tipo, carácter y la implantación de los pelajes salpicados y burracos tan característicos de este encaste. Don Álvaro, según cuenta Adolfo Rodríguez Montesinos en su libro «Prototipos raciales del toro de lidia», alternó la labor reproductiva desarrollada por Lancero con otros dos sementales, reproductores contrastados en el hierro de Juan Pedro Domecq -«Desgreñao» y «Gusarapo»- donde tuvieron un extraordinario valor de mejora sobre el conjunto de la ganadería.

El criador de reses bravas y caballero jerezano creó un encaste propio basado, pues, en los encastes Domecq y Núñez con un toque vazqueño y, guiado por su particular intuición, compendió una serie de virtudes, que se concretan - al entender de Rodríguez Montesinos- por un trapío excelente en lo morfológico, una variada gama de pelajes y una sensación de fortaleza derivadas de la mínima influencia vazqueña que aún conserva. En definitiva, don Álvaro cuida el exterior de sus productos, busca armonía, solidez y huye de la monotonía imponiendo como aspecto de atracción e interés por parte del público la variedad de las pintas de sus toros. En cuanto al comportamiento de las reses en la plaza, aunó básicamente dos virtudes: la regularidad y el fondo de bravura que, junto a la embestida más larga y repetitiva característica de los derivados del encaste de Núñez, equilibraba cuatro virtudes esenciales del toro de lidia moderno: transmisión, fijeza, alegría y nobleza.

A medida que el ganadero consolidaba su obra, llegaron los primeros triunfos durante la década de los 70. Durante el decenio posterior, don Álvaro deleitó a los aficionados con toros de un excelente nivel de casta; ejemplares a los que era necesario dominar para poder cuajarlos. Al observar que la ganadería podía escapar a su control por ese exceso de temperamento -como le ocurrió a su vecina Cebada Gago- optó por suavizar la vacada y buscar un tipo de ejemplar más dulce. Invertir el proceso de selección -continúa relatando Adolfo Rodríguez- trajo consigo la aparición de un nuevo problema: la falta de fuerza que, en mayor o menor medida, sigue presente como una amenaza en la ganadería matriz y en cuantas derivan del encaste Domecq. Desde entonces, la ganadería de Torrestrella ha superado numerosos altibajos entre la suavidad y el genio, que han puesto a prueba los conocimientos y la capacidad ganadera de don Álvaro Domecq y Díez y, desde 2005, a su sucesor, Álvaro Domecq Romero, quien pese a todas las dificultades presentadas durante los últimos años ha logrado superar las complicaciones de una ganadería tan peculiar como ésta y volverla a situar en primera línea.

Compartir el artículo

stats