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Thielemann recupera el empaque del Concierto de Año Nuevo

Christian Thielemann con los músicos de la Orquesta Filarmónica de Viena, durante el tradicional concierto de Año Nuevo celebrado ayer en el Musikverein HANS PUNZ / APA / AFP

Menudo dilema! A mí me ha gustado el director (teniendo en cuenta que es alemán) y a Enrique no: dice que ha sido aburrido. Necesitamos tu sabio criterio. ¡Ah, y feliz año!». El «whatsapp» del matrimonio amigo llegó justo al acabar el Concierto de Año Nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena, en esta edición a las órdenes de Christian Thielemann (1959). Pocos minutos después, otra amiga -Mari Carmen- escribe con las cosas bastante más claras: «Yo no sé a ti qué te ha parecido, pero ha sido maravilloso». Al matrimonio les di cuatro pincela y les recomendé que se compraran el Levante-EMV de mañana [por hoy], donde podrían encontrar una impresión más detallada del concierto sinfónico más popular de la historia. A la segunda, la encantada, ¡pues qué le podía decir!: Que muy bien y a seguir disfrutando.

El «dilema» en realidad no existe. Te gusta o no te gusta. No es cuestión de sabidurías ni criterios. Se trata, sencillamente, de sentir y gozar con la música; de la ilusión del concierto más esperado, de deleitarse con sus pentagramas sugestivos y seductores, de participar -aunque sea por televisión- del concierto al que a todos les gustaría asistir. No importa tanto si dirige Lorin Maazel, Carlos Kleiber, Gustavo Dudamel, Riccardo Muti -el año pasado- o el alemanísimo Christian Thielemann. Todos ellos son grandísimos directores y la Filarmónica suena casi siempre excepcionalmente bien, más aún en este repertorio de valses y polcas, que es marca de la casa y que ningún otro conjunto sinfónico sobre la faz de la tierra toca ni tocará mejor.

Después de tantos años de conciertos de año nuevo discretos por una u otra razón, Christian Thielemann ha devuelto rigor, empaque, tradición, seriedad y naturalidad, para devolver a la música su condición de dueña y señora de un evento que, en cualquier caso, tiene más de acontecimiento y de hecho social que de objeto de culto musical. Si el año pasado Riccardo Muti pasó de puntillas por la Sala Dorada del Musikverein de Viena, como empeñado en demostrar que aquello no iba con él; hace dos el cálido y fogoso Gustavo Dudamel cargó las tintas hasta el exceso quedando su paso casi como una parodia con tintes caribeños, mientras que el sosainas Franz Welser-Möst aburrió a las musarañas en 2011 y volvió a aburrirlas en 2013.

Se ha dicho y escrito erróneamente que Thielemann es el primer director alemán en dirigir el concierto de Año Nuevo en siete décadas, ¡como si los berlineses Carlos Kleiber y Nikolaus Harnoncourt hubieran nacido en Honolulú!, o el plurinacional Daniel Barenboim - que dirigió en los años 2009 y 2014 sin pena ni gloria-, no contara en su retahíla de pasaportes también con uno alemán. Thielemann -berlinés como Kleiber y Harnoncourt- sí ha sido, en cualquier caso, el director que más patente ha hecho presente la sobria tradición alemana en el Concierto de Año Nuevo, cuyo origen se remonta al 31 de diciembre de 1939, cuando precisamente en plena anexión nazi fue promovido bajo el auspicio del entonces ministro de Ilustración Pública y Propaganda de Alemania, el todopoderoso Joseph Goebbels.

Christian Thielemann no ha necesitado nada más que mimar y atender el pentagrama como de costumbre para firmar el que probablemente haya sido el mejor concierto de Año Nuevo desde las ediciones inolvidables y no tan lejanas de Kleiber, Maazel, Mehta o Prêtre. Desde el inicio de la transmisión, focalizada en la segunda parte del concierto, Thielemann dejó bien claro que no iba a ser una edición de bromas y charangas. Ninguna concesión a los ricachones ni a la jet que abarrotaban el Musikverein tras haber pagado cifras astronómicas que no hicieron temblar sus carteras a prueba de todo. Tampoco a los millones y millones de telespectadores que seguíamos el concierto en medio mundo y en la otra mitad también.

Ajeno y enemigo del espectáculo, al actual titular de la fabulosa Ópera de Dresde y de su no menos maravillosa orquesta de la Staatskapelle le interesa la música y punto. Pero, a diferencia de Muti, no trata de demostrarlo. Trató así los dulces y pegadizos valses y polcas de la familia Strauss y de sus numerosos colegas con el mismo respeto y rigor con que dirige óperas de Wagner o sinfonías de Bruckner. Respiró y dejó respirar el compás y a los muy renovados filarmónicos vieneses-maravilloso cómo invitó a explayarse al oboe veterano de Clemens Horak en la obertura de la opereta El barón gitano de Johann Strauss que abrió la transmisión televisiva-, o admirable cómo se explayó y jugó con los tempi, los compases y sus acentos característicos en ¾ sin nunca cargar las tintas en las resonancias wagnerianas del Vals de las esferas, de Josef Strauss.

Eludió, por supuesto, cualquier gracieta, y sólo al final del concierto, ya en las propinas, se permitió la licencia de felicitar el nuevo año junto a los músicos vieneses. Nada de discursitos, gags o adornos sobre su impecable frac. Sólo se permitió volverse al público para marcar a todos -ricos y los de la tele- las consabidas palmaditas en la Marcha Radetzky.

Un año más, la realización de la musicalísima televisión austriaca (ORF) fue un ejemplo de buen hacer, con las consabidas imágenes de ballet a cargo del Ballet de la Ópera de Viena, que logra el milagro de hacer cada año una coreografía que siempre resulta nueva y novedosa. Estupendos comentarios de Martín Llade, cuya principal virtud es parecerse a quien él mismo llamó no sin razón «San José Luis Pérez de Arteaga».

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