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Fuera de programa

Lo mejor hasta ahora escuchado en el ciclo Mendelssohn-Bartholdy promovido por la Orquesta de València y su titular Ramón Tebar ha llegado, paradójicamente, fuera de programa y de la música del creador de El sueño de una noche de verano. Fue el viernes, tras los bien cosechados aplausos que Frank Peter Zimmermann (Duisburgo, 1965) escuchó después de una impecable y muy virtuosa interpretación del Concierto para violín y orquesta de Mendelssohn-Bartholdy que se benefició del atento acompañamiento de Tebar y de sus sinfónicos profesores, y cuya mejor virtud fue mantenerse siempre en ese característico y perfecto fiel «entre lo clásico y lo romántico» al que se refiere César Rus en las lúcidas notas al programa de mano.

Hecho ya el silencio tras el famoso concierto de violín, Zimmermann abordó en solitario como regalo a tanto aplauso el lento tercer movimiento de la Sonata para violín solo que Bartók escribe, ya muy enfermo, en 1943 por encargo de Yehudi Menuhin. Fue entonces cuando la actuación del gran violinista alemán llegó a su cenit, con esa ingrávida melodía suspendida en el aire que él mimó e hizo deambular con veneración y extremada delicadeza por los diferentes registros de su sonoro y trasegado y venturosamente recuperado Stradivarius de 1711 Lady Inchiquin. No acabó ahí esta nueva actuación de un artista cuya presencia frecuente y amiga es siempre bienvenida en el Palau de la Música. Tras este Bartók herido y cercano al adiós, llegó la vitalidad pura, natural y translúcida del Presto final de la Primera sonata para violín solo de Bach. El silencio absoluto y congelado de la abarrotada Sala Iturbi certificaba la intensidad emocional de este Bach breve e inolvidable.

El resto del programa -«el más clásico que se pueda ofrecer del autor», escribe Rus con más razón que un santo- transcurrió por senderos previsibles. Ramón Tebar dirigió el tráfico sinfónico con su acostumbrada corrección y falta de destellos, sin que en ningún momento se produjera algo más remarcable o relevante que ciertas buenas intervenciones solistas y el empastado tono general de la orquesta, particularmente en la obertura La gruta de Fingal (también conocida como Las Hébridas) que inauguró el programa.

En la segunda parte, la radiante pero rutilantemente dicha Sinfonía Italiana quedó ajena a lo que el compositor escribe en 1832 a su hermana Fanny como inspiración de su joven y ardorosa sinfonía: «La música no la he encontrado en el arte en sí, sino en las ruinas, en los paisajes, en la alegría de la naturaleza de Italia». Ni sugestión ni alegrías ni luminosidades hubo en una lectura demasiado pegada al papel y al pentagrama, al punto y a la coma. Tampoco asomaron los aromas schubertianos en forma de Ländler del tercer movimiento, en cuyo trío -bien introducido por la trompa- Mendelssohn-Bartholdy parece reivindicar la memoria del paisaje alemán. El autor repudiaba el saltarello final, para el que se basó en la danza característica de la región de Romagna. Detestaba su fresquísimo, lozano y magnífico ritmo popular. Quizá por ello se negó a que su Sinfonía italiana viera la luz. No estoy seguro de que la haya encontrado en València.

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