Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Crítica musical

El grano de la paja

Una de las escenas de «I masnadieri» durante el ensayo general en Les Arts. EFE/Kai Försterling

Cara y cruz. La que musicalmente ha sido una de las mejores representaciones operísticas en los convulsos últimos años del Palau de les Arts ha supuesto, sin embargo, el mayor fiasco escenográfico sufrido en mucho tiempo, Flauta mágica de Graham Vick incluida. El estreno en València de la rara vez programada Los bandidos de Verdi ha sido un vibrante éxito musical y un absoluto fracaso dramático. Roberto Abbado concertó de modo sobresaliente, excepcional incluso, un bien calibrado conjunto de cantantes en el que destacaron el barítono polonés Artur Rucinski -sobre todo y todos- y el veterano bajo Michele Pertusi.

La horrenda producción es la última hipoteca de la fallida etapa Livermore. Un montaje exento de imaginación, simple, estático, penumbroso -en tinieblas todo se disimula mejor- y sin apenas movimiento escenográfico -¡ni un solo cambio de escena durante los cuatro actos que se prolonga esta ópera temprana del catálogo verdiano!-, llegado del Teatro San Carlo de Nápoles, donde no casualmente el ex director artístico del Palau de les Arts David Livermore estrenó y dirigió en junio de 2017 una producción de Manon Lescaut. Todo es triste, feo, incomprensible y fuera de lugar en esta producción sin argumento, concepto, línea estética ni expresión dramatúrgica.

Menos mal que ahí estaban la música y sus estupendos intérpretes para convertir el dislate escénico en una anécdota incapaz de abortar el prodigio de la ópera. Y no por los méritos de un libreto fatalmente construido por Andrea Maffei a partir del drama homónimo Los Bandidos de Schiller, o la expresión de un Verdi aún temprano y por hacer, pero ya con destellos y momentos felicísimos, anunciadores de lo que pronto iba a llegar. Frente a pasajes verdaderamente ramplones e insustanciales, Los bandidos atesora episodios -dúos, arias, el propio preludio del primer acto o el acabado cuarteto final del Acto I- en los que ya asoma con fuerza imparable el genio del creador de La Traviata, Otello o Falstaff. Incluso se perciben fórmulas melódicas o rítmicas luego recuperadas en óperas como la contemporánea Macbeth (Coro de brujas), La traviata, Un ballo in maschera (Oscar) o incluso Don Carlo (dúo Filippo-Grande Inquisitore).

A Roberto Abbado le va como anillo al dedo este Verdi primerizo, que él insufla de pulso, brío, sentido, agilidad y fondo dramático. Quizá en algunos momentos se excede en unas dinámicas demasiado poderosas -que, por otra parte, tuvieron la ventaja de amortiguar el antimusical rumor de la escandalosa maquinaría del aire acondicionado de la sala principal-, pero su inspirada concertación rozó la referencia. Mimó las voces, el temprano y característico canto verdiano y obtuvo sonoridades verdaderamente matizadas de una esplendorosa Orquestra de la Comunitat Valenciana que es un verdadero tesoro y cuyas virtudes cabe simbolizar en el fantásticamente interpretado solo de violonchelo del preludio, cantado más que tocado por Rafa? Jezierski.

Daba gusto escuchar el pulso, brío y dinamismo que el maestro Abbado imprimía a las cabaletas, casi siempre redondeadas con sus pertinentes repeticiones. Para ello contó con cantantes tan estupendos como Artur Rucinski, viejo amigo de la casa (ya protagonizó en tiempos de Helga Schmidt un inolvidable Yevgueni Oneguin). Rucinski configuró un Francesco de referencia que impactó, convenció y emocionó desde su primera intervención, la conocida aria «La sua lampada vitale», y su consecuente cabaleta «Tremate, o miseri». Fue una actuación redonda culminada en la impresionante escena con el pastor Moser, que tanto vaticina el futuro dúo entre Filippo II y el Grande Inquisitore de Don Carlo.

Para el papel de Massimiliano -el atormentado padre de los enfrentados hermanos Carlo y Francesco- el Palau de les Arts ha recurrido a una figura de tanta alcurnia vocal como el bajo parmesano Michele Pertusi, cuya voz poderosa y poderosamente sentida colmó de sentido, dolor y dramatismo al angustiado personaje. Su hijo Carlo fue encarnado con corrección, estilo y entrega por el tenor milanés Stefano Secco, mientras que su deseada Amalia fue defendida por Roberta Mantegna (1988), soprano despuntante, cuya carrera se apoya en una voz ligera, corpórea y homogénea en todo el registro, con agudos brillantes (aunque la proyección no siempre está en su sitio desde el punto de la afinación), y unos graves bien apoyados. A estas virtudes suma la joven artista palermitana un sentido expresivo que se sumerge con veracidad en la partitura y llega con convincente facilidad a la fibra sensible del espectador.

En tan redonda noche musical, el Cor de la Generalitat en absoluto dejó asomar su nueva crisis interna, que parece amenazar el futuro laboral de sus componentes. Una vez más, fue el formidable coro de siempre. ¿Qué mejor oposición para cada uno de sus músicos que la que hacen día tras día, desde hace ya tantos años, mostrando y luciendo una disciplina y excelencia que les emplaza entre las mejores y más incuestionables formaciones corales de su entorno nacional e internacional? ¡Respeto, aplauso y larga vida al Cor de la Generalitat y a cada uno de sus componentes!

La Sala Principal no llegó a llenarse en la noche de estreno. Los que asistimos tuvimos que soportar la escenografía ramplona, monótona y fuera de lugar de Alessandro Camera. También el disparatado vestuario, o una iluminación tenebrosa y cutrecilla a mitad de camino entre la de una discoteca de la vieja Ruta del Bacalao -grafiti incluido- y la del Tren de los escobazos. La dirección de escena, repuesta por Allex Aguilera, se mueve a tono con tal naufragio escénico. Para muestra un botón: el desgarrado y apasionado dueto en el que Amalia y Carlo se reencuentran al inicio del tercer acto -«Qual mare, qual terra me t'ha diviso»-, es cantado mientras sus protagonistas, abrazos y diciéndose las cosas hermosas del amor, ni se miran a los ojos, con las caras giradas hacia la batuta del maestro como si lo que están diciendo al ser amado no fuera con ellos. ¡Increíble! ¡Qué cruz! El público, que no es tonto ni sordo, no se dejó engañar, y supo separar el grano de la paja, regalando una gran gran ovación a todos los cantantes, muy especialmente a Artur Rucinski, y ¡cómo no!, a un Roberto Abbado que posiblemente ha firmado con este I masnadieri su mejor noche en el Palau de les Arts. Al equipo escénico, ni se le vio aparecer en los saludos. Mejor.

Compartir el artículo

stats