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El piano sinfónico de Borís Giltburg

Obras de Rajmáninov

y Lutos?awski

palau de la música

Qué maravilla escuchar a un pianistazo como Borís Giltburg! Un absoluto número uno del piano contemporáneo que a sus 34 años aún no había debutado en el Palau. Lo hizo el viernes, junto a la Orquesta de València (OV), con un Tercer concierto para piano y orquesta de Rajmánivov que ha supuesto una de las citas de mayor calado artístico y musical de los últimos años en la agenda de la variopinta sala de conciertos valenciana. Su piano de sonoridades sinfónicas, la musicalidad absolutamente excepcional, una técnica cargada de tradición y de sabiduría y un empático carisma son señas de identidad de este intérprete absoluto.

Avalado por importantes premios internacionales, Giltburg (Moscú, 1984) ha recalado tardíamente en València para ofrecer su abrasadora, apasionada y soberana recreación del bastante más que difícil concierto de Rajmáninov, que hoy día es solo equiparable a las señeras de Grígori Sokolov (aunque ya no actúa con orquestas) y del cubano Jorge Luis Prats, quien precisamente lo tocó en este mismo escenario en enero de 2014, dirigido por Rubén Gimeno. El poderío técnico, el incisivo pulso expresivo, la infalibilidad técnica, unidos a una sonoridad cantable, poderosa pero jamás dura ni estrangulada, recuerdan también a aquel otro grandioso rajmaninoviano que fue el cordobés Rafael Orozco. Incluso su posición ante el teclado y hasta la gesticulación y la propia versión se sienten colindantes. La sencilla frase inicial del hipervirtuosístico concierto, enunciada por Giltburg muy en piano y como reteniendo algo el tempo fue el preámbulo de una versión expansiva y al mismo tiempo profundamente interiorizada, cargada de argumentos, ideas y convicciones, que Giltburg materializa y traslada al público desde su arte deslumbrante, perfecto e intensamente comunicativo y virtuoso.

El fondo romántico alienta decididamente la versión, y Giltburg lo amplia y lo desarrolla hasta límites inverosímiles. Las sonoridades infinitas en registros y decibelios nunca fueron excesivas, y ni siquiera el acompañamiento casi siempre demasiado fuerte brindado por el maestro suizo Baldur Brönnimann (Basilea, 1968) al frente de una excesiva OV pudo silenciar el pianismo absoluto de este verdadero coloso del teclado y de la música. Maravillaba ver cómo mima y se explaya en el canto con certero sentido lírico, y cómo utiliza el peso de su cuerpo menudo para incorporarlo al instrumentista perfecto en que todo él se transforma. Falanges, dedos, antebrazo, brazo, tronco€ Muy pocas veces se puede constatar un uso tan integral y efectivo del cuerpo como recurso interpretativo en sí mismo. No es de extrañar que el jurado del Concurso Reine Élisabeth de Bruselas se quedase boaquiabierto al escucharle en 2013 la versión que tocó de este mismo Tercer concierto y que le valió erigirse con la Medalla de Oro.

Boquiabierto se quedó también el público. Ni una mosca se movió durante tan excepcional interpretación. No sonaron teléfonos ni caramelos. Ni toses, ni pulseras ni cuchicheos. Tampoco gente desertando de sus localidades o hurgando en sus bolsos, ni mirando aburridamente las luminosas y molestas pantallas de sus móviles. ¡Imposible sustraerse del escenario cuando la buena música se hace de verdad y con auténtica calidad! Ni que decir tiene que al final de los conciertos los bravos se escucharon hasta en el otro palau. Hacía tiempo -salvo los recitales de Sokolov- que el abonado del Palau no reaccionaba de modo tan rotundamente entusiasta y categórico tras un concierto. La apoteosis se prolongó con el regalo bienvenido de otras dos maravillas: el chopiniano Estudio en do sostenido menor de Skriabin y la frenética Sugestión diabólica de Prokófiev. ¡No se puede tocar mejor! ¡Ojalá que el Palau tenga las luces de establecer un vínculo cotidiano con quien tan rotundamente ha demostrado ser uno de los verdaderos genios del piano del siglo XXI! Ineludible resulta aplaudir la sofisticada y coprotagonista preparación del Steinway gran cola, a cargo del técnico y artesano Javier Clemente.

Se hacía muy cuesta arriba escuchar cualquier música después de semejante maravilla. Pero aún quedaba la segunda parte del programa, integrada por esa obra maestra que es el Concierto para orquesta que Witold Lutos?awski compone entre 1950 y 1954 a partir de motivos populares extraídos del folclore de la región polaca de Kurpie, cuando aún no había abrazado la senda dodecafonista. Brönnimann planteó una visión más analítica y objetiva que indagadora de las raíces y esencias folclóricas que alientan el concierto, nacido a la sombra y bajo la admiración del mucho más célebre de Bartók. Siempre sin batuta y con un gesto más efectivo que hermoso -a lo Boulez-, el director logró que la OV sonara francamente bien en un territorio que le es desconocido. Tan ajeno como pronto le resultará el español y el valenciano si nadie con dos dedos de frente remedia el disparate.

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