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¡Triste herencia!

¡Triste herencia!

Entre los centenares de cuadros que se exhibieron en la Exposición Universal de París, celebrada en 1900, uno llamó especialmente la atención del jurado encargado de conceder el «Grand Prix»: la máxima distinción del certamen, otorgada a un autor por el conjunto de su obra. La pintura en cuestión -un enorme lienzo de más de dos metros de ancho y casi tres de largo, fechada en 1899- llevaba la firma del valenciano Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923), quien por entonces ya un pintor consolidado en España, pero no era, ni mucho menos, el artista internacionalmente conocido que llegó varios años ser después, cuando el filántropo estadounidense Archer M. Huntington le hizo el encargo de su vida: la serie de paneles «Visión de España» o «Regiones de España», concebida para ser expuesta en la Hispanic Society of America, con la que Sorolla logró conquistar Nueva York.

¡Triste herencia! fue premiado con la medalla de bronce de ese «Grand Prix» (se conserva en el Museo Sorolla), en reconocimiento a la innegable calidad pictórica del óleo y al potente trasfondo de denuncia social que este contenía: un grupo de niños discapacitados, con evidentes problemas de salud, tomando un baño terapéutico en la valenciana playa de El Cabanyal. La imagen central del cuadro, en la que se ve a un pequeño afectado por esa poliomielitis que tantos estragos hizo en la época, apoyado sobre unas muletas y ayudado por un religioso de la orden de San Juan de Dios, que lo sostiene para que no se caiga, debió causar un impacto en aquel jurado de la Exposición, desacostumbrado, a la crudeza de una escena tan evocadora, en la que la alegría de una actividad lúdica, como ese chapuzón en el agua, contrasta con la tristeza de esa herencia recibida en forma de enfermedad.

Sin llegar a tales extremos, afortunadamente, no deja de ser triste la noticia que hemos podido leer estos días en la prensa valenciana, relacionada, precisamente, con esa célebre obra de Sorolla. ¡Triste herencia! es la única pintura que ha viajado a Londres desde València (forma parte de los fondos de la Fundación Bancaja) para ser expuesta en la gran exposición que, bajo el título de Sorolla: Spanish Master of Light, se podrá ver en la National Gallery esta próxima primavera, entre el 18 de marzo y el 17 de julio. Una impresionante retrospectiva, fruto de la colaboración entre esta institución, la National Gallery de Irlanda y el Museo Sorolla de Madrid, que, según la web de la famosa pinacoteca inglesa, constituye «la primera exposición de Sorolla que se celebra en Reino Unido desde hace un siglo» y, por si esto fuese poco aliciente, «la mayor exposición de sorollas que se ha visto nunca fuera de España».

Obviamente, lo malo no es que se celebre esta exposición (bien mirado, es buena excusa para viajar a Londres, antes de que llegue el Brexit); lo incomprensible es que para ver la luz de Sorolla haya que viajar a una ciudad tan poco luminosa como la City, a 1.300 kilómetros de aquí. Ignoro las razones -las puedo intuir, eso sí- por las que la familia del pintor quiso que su legado fuese conservado y expuesto en Madrid, en vez de en València, donde sus obras andan desperdigadas, por aquí y por allá (en la Fundación Bancaja, en el Museo de Bellas Artes, en el Museo Lladró de Tavernes Blanques). Los motivos por los fue en la capital de España donde se creó un museo que, dicho sea de paso, funciona muy bien porque, además de que el contenido es de primer nivel (lo que se ve y lo que no se ve, porque está guardado en el archivo) y el continente es realmente atractivo (un palacete con sus jardines y sus fuentes, realmente inspirador), se trata de un museo nacional, dependiente del Ministerio de Cultura y Deporte, con todo lo que eso supone a nivel de financiación, difusión, etc.

Lo que habría que preguntarse es por qué se dejó escapar ese legado y por qué la figura de Joaquín Sorolla, igual que las de sus buenos amigos -coetáneos y coterráneos- Vicente Blasco Ibáñez (tan de actualidad últimamente) y Mariano Benlliure, jamás han sido potenciadas como lo que son: los artistas valencianos más universales de nuestra historia. La triste herencia de veinte años de gobierno de la derecha en València fue que su desidia por la cultura (cuando no su apropiación partidista) ha dejado un panorama desolador. Pase lo que pase en las elecciones de mayo, lo que habría que pedir a los políticos valencianos, sobre todo a aquellos que se vayan a encargar de gestionar las áreas de cultura en el Ayuntamiento, la Diputación y la Generalitat, es que tengan amplitud de miras y una visión estratégica a medio o largo plazo. Que, además de ir nosotros a Londres, vengan los británicos aquí, no a emborracharse y ver al Celtic de Glasgow, sino a conocer nuestra humilde -pero insoslayable- aportación al patrimonio cultural europeo. En definitiva, que nos den motivos para sentirnos orgullosos de esta tierra, más allá de los grandes eventos y de las grandes mascletás.

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