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Crítica

Flipar

No había terminado aún la primera parte del recital y ya estaban corriendo por la red de redes sus excelencias

Jansen y Gavrylyuk , en el Palau de la Música, el martes. Eva Ripoll

No había terminado aún la primera parte del recital y ya estaban corriendo por la red de redes las excelencias del recital que ofrecía el martes la violinista holandesa Janine Jansen (1978) en la Sala Iturbi del Palau de la Música. «Sin palabras, ¡¡Absolutamente maravillosa!!», escribía en su Facebook una violista de la Orquesta de Valencia en funciones de espectadora. «Ayer la vi yo en Alicante y me quedé flipando», respondió alguien. Similar y unánime entusiasmo despertó entre el resto de melómanos que escuchó un programa sin línea argumental en el que se sucedieron tres sonatas para violín tan diferentes como la Primera de Schumann, la flautística Segunda de Prokófiev y la de César Franck. Para redondear el atractivo de tan «flipante» cita, Jansen llegó acompañada al piano por una figura como el ucraniano Alexánder Gavriliux, nacido en 1984 y medalla de oro en el Premio Artur Rubinstein en 2005.

Hace ya años que Jansen es una afamada instrumentista de rango indiscutible. Una artista con carácter, personalidad y un sonido amplio y perfectamente proyectado desde su brillante Stradivarius «Rivaz-Barón Gutmann» de 1707. La afinación, fraseo, articulación, sonoridad y expresividad son también cualidades admirables, como los característicos colores y registros con los que adoba sus temperamentales interpretaciones. Pero, reconocidas y aplaudidas con entusiasmo estas virtudes, hay que apuntar que no hizo el mejor Schumann del mundo, ni el mejor Prokófiev ni, menos aún, la más maravillosa versión de una Sonata de Franck donde faltó imaginación, ensoñación, sugestión y magia. Términos tan imprecisos como imposibles de relativizar. Opinión subjetiva en la que incide el acompañamiento demasiado omnipresente, duro y poderoso del piano de Alexánder Gavriliux, al que le faltó sentido camerístico y le sobró presencia. Por fortuna, y gracias a su robusto sonido, el violín de Jansen no quedó eclipsado por un pianísimo que en la sinuosa música de Franck parecía seguir empeñado en la sonata de Prokófiev que había cerrado la primera parte del programa.

Jansen ni se regodeó en el lirismo palpitante de Prokófiev ni tampoco subrayó sus aristas más abruptas. Fue, a diferencia de la tradición de los virtuosos soviéticos del violín, una lectura templada, más anclada en la tradición romántica del XIX y en sus resonancias neoclasicistas que en el nuevo universo estético que, desde tales bases, establece Prokófiev en esta sonata nacida, como recuerda César Rus en las notas al programa, a partir de la original Sonata para flauta de 1943 por petición expresa de David Oistraj.

Lo mejor de la actuación se produjo precisamente en la obra menos enjundiosa, durante la Primera sonata de Schumann que abrió el concierto y de la que ni siquiera su creador se sintió satisfecho. Jansen, muy pegada a la partitura durante todo el recital, envolvió la música del creador de la Sinfonía Renana con sus más encendidos impulsos románticos, de la «expresión apasionada» que reclama Schumann en el pentagrama. Quizá por su particular cercanía a esta música, la Jansen quiso responder al entusiasmo de un aforo cargado de «flipados» violinistas -muchos de ellos miembros las dos grandes orquestas valencianas- con el regalo de un nuevo Schumann que recuperó las mejores esencias que iniciaron el recital.

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