Dos adolescentes miran a la multitud que va entrando poco a poco en la Plaza de Toros. "Debe ser famoso y el caso es que a mí el nombre me suena -dice uno-. Mira a ver tú quién es, que a ti aún te quedan datos". Bob Dylan, lo ha demostrado en València, no es de esta época ni de este mundo, es justo del anterior. Del mundo en el que los músicos vivían de lo suyo y en el que nadie les hacía fotos ni vídeos con el móvil mientras trabajaban. Para mantener esta fantasía cronológica, Bob Dylan viaja cómodamente y durante casi dos horas por el tiempo con un repertorio enorme, y también contrata en sus conciertos a unos guardias de seguridad que, como profesores en el día del selectivo, van vigilando por los pasillos para que nadie desenfunde el aparato y deslumbre al bardo.

Quizá preguntarse a estas alturas de la historia, como esos dos adolescentes, quién es Bob Dylan importa poco. Importa también poco que cante bien o mal, o que su música mantenga o no su capacidad revolucionaria. Lo que importa es que está ahí, frente a un público cariñoso que agradece y reacciona a cada pequeño gesto del artista. Lo importante es la emoción macerada a base de discos legendarios y cientos de horas escudriñando en el diccionario para entender esas letras que han llenado libros, enciclopedias y academias suecas. Y lo importante es poder proyectar, por fin, esa emoción en un ser viviente, pequeño y despeinado y que se mueve con pasitos cortos sobre el escenario.

Bob Dylan aparece a las nueve casi en punto de la noche acompañado por su banda, apenas mira al público y se parapeta tras el piano para interpretar "Things have changed". Esa costumbre suya de deconstruír el cancionero propio se nota sobre todo en sus temas más legendarios, como la "It ain't me, babe", que llega a continuación, y la "Highway 61, revisited" que la sigue. Esta tercera suena especialmente coñona, evidenciando los orígenes blueseros y demostrando Bob que ha afrontado esta parte de la gira con más ganas de cantar (y cantar todo lo bien que pueda) que en otras visitas anteriores. Cuando termina la canción Bob se levanta del piano, da unos pasitos cortos hasta el centro del escenario, y medio saluda o algo parecido. Después vuelve al piano y la emprende con "Simple twist of fate". La gente recibe con entusiasmo el solo de armónica y también el momento en el que canta eso de "She was born in spring / But I was born too late" pero cambia el "spring" por "Spain". Melancólico como la canción, Bob vuelve a dirigirse al centro de escenario para dedicar otro extraño gesto, otro "sencillo giro" de mano, que uno no sabe si dirige al público o a la banda a modo de señal secreta. Lo mismo da, la gente aplaude.

De la melancolía al rock guarrote, casi garajero, de "Cry a while" y de ahí a "When I paint my masterpiece", que empieza con Dylan a solateras para que la banda se le vaya uniendo poco a poco y logren todos juntos un magma sonoro sobre el que de repente vuelve a desenfundar la armónica. El rock circa 1964, casi amateur, como si hubiese aprendido a tocarlo el otro día, regresa con "Honest with me", pero da otro bandazo para apaciguarnos con "Trying to get to heaven", como si se hubiera fijado en que ya se ha hecho de noche en la Plaza de Toros y que esa música tranquila le va mucho mejor a los focos tipo "El crepúsculo de los dioses" que iluminan el escenario.

Cuando ya parece que todo va a ser más o menos así, la vida cambia porque Bob coge el micrófono, falca los pies al fondo del escenario e interpreta desde allí, con pinta de ajado galán romántico, una "Scarlet town" que vuelve a dar cuenta de que está cantando mucho mejor de lo que esperábamos. De nuevo al piano, pero de pie, con pequeños gestos que van marcando la tensión del concierto, vienen "Make you feel my love" y"Pay in love". "Like a rolling stones", uno de los pocos clásicos clásicos que se permite en su repertorio, es saludada con una salva de aplausos. Dylan juega con ella, la va ralentizando y acelerando a su antojo (y al de su banda, a la que no se le escapa una) mientras el público celebra las "paradinhas" y las luces provocan pequeños destellos en las lentejuelas de la chaqueta del artista. Al finalizar, vuelve a desplazarse hasta el centro del escenario, plantando los pies como si ahí tuviera la marca, y haciendo de nuevo esa cosa parecida a un saludo que tan satisfechos nos deja.

A lo tonto, ya llevamos más de una hora de concierto y "Early roman kings" suena superbluesera, con la batería y el contrabajo permitiéndose un alarde de carácter. Llega a continuación el que, para mí, ha sido uno de los mejores momentos de la noche. Esa maravilla titulada "Don't think twice" que grabó allá por el 64 y que ayer en València parecía otra canción, a veces como un "Cumpleaños feliz" cantada a un niño, a veces una "Johnny Boy" cantada a un muerto. El sólo de piano lo toca Dylan un tanto raro y desastrado, pero el de armónica le sale de categoría. Sin duda esta interpretación merece su correspondiente extraño viaje al centro del escenario y su regreso al piano entre el reconocimiento.

Para la recta final llegan "Love sick", una esencial "Thunder mountain" con un solo de batería que incluso hizo bailar a una pareja, "Soon after midnigth" y finalmente una versión trotona y encíclica de "Gotta served somebody", con Dylan cantando y señalando como un cura desde el púlpito. La actuación está a punto de acabar, y aunque parezca que no, han pasado muchas cosas, tantas que la gente aplaude con ganas y Dylan, esta vez sí de forma clara, mira a esa gente y le lanza un beso al aire.

Los focos hollywoodienses no se apagan pero se atenúan, Bob se reúne con la banda al fondo del escenario y se dejan ver charrando entre ellos e incluso dedicándose algunas risas. "Aquí has entrado tarde, ¿eh cabrón?", se imagina uno que están diciéndose. "Ostras, pues en esta casi me olvido de la letra". El encuentro dura poco, cada músico vuelve a su sitio para iniciar una "Blowin' in the wind" de granero con un fantástico violín "honky tonk" sobrevolando toda la canción. El adiós llega con "It takes a lot to laugh, it takes a train to cry", tema que estaba en el legendario "Highway 61, revisited" y que decía eso tan bonito de "quiero ser tu amante, pero no tu dueño". Y Bob, tan discretamente como había llegado, se va. Y han pasado tantas cosas en estas dos horas, seguramente ninguna de ellas demasiado importantes pero sí muy bonitas, que apenas nos hemos dado cuenta. Quizá Bob, que de aquí unos días cumple 78 años, ya no vuelva más por València. O quizá sí porque, ya lo dice en su título, su tour nunca se acaba. Pero al menos esta vez el recuerdo que nos deja es muy agradable.