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Crítica de música

Sin ton ni son

Obras de Elgar, Martín

y Prokófiev

Palau de la música

Director: Kiril Karabits. Solistas: María Dolores Vivó, flauta; Santiago Pla, trompa; Juan Enrique Sapiña, fagot; José Teruel, oboe; David Martínez, clarinete; Francisco Javier Barberá, trompeta; Rubén Toribio, trombón; Javier Eguillor, timbal.

Una cierta molicie se fue apoderando progresivamente del público. Apenas poco más de medio aforo para escuchar y mirar de vez en cuando a las musarañas en un concierto de la Orquesta de València que pasó sin ton ni son, salvo precisamente en la única obra que no intervino la batuta plúmbea del ucraniano Kiril Karabits (1976), un director anodino donde los haya cuya razón para llegar al podio de la Orquesta de València no debe ser otra -a tenor de lo visto y oído el viernes, y como en tantas otras ocasiones- que estar representado por la misma agencia del titular Ramón Tebar.

Después de un nuevo peñazo elgariano -en esta ocasión En el sur, opus 50-, soportado mientras en el país de Falla transcurre bochornosamente inadvertido el centenario del estreno de El sombrero de tres picos, y tras poner sus bien ensamblados medios artísticos y técnicos al servicio del casi neoclásico Concierto para siete instrumentos de viento, percusión, timbales y cuerda, del suizo Frank Martin, los solistas de la OV María Dolores Vivó, flauta; Santiago Pla, trompa; Juan Enrique Sapiña, fagot; José Teruel, oboe; David Martínez, clarinete; Francisco Javier Barberá, trompeta; Rubén Toribio, trombón y el timbalero y batería Javier Eguillor se liberaron de la anodina batuta para por fin, poder recrearse fuera de programa en la música y regalar así al público aplaudidor una versión con nervio, color, brillo, chispa y magia expresiva de la música cada día más grande de Ástor Piazzolla.

El programa no daba para mucho: modelo gazpacho que mezclaba sin orden ni concierto músicas tan disímiles y desparejadas como las de Elgar, Martin y Prokófiev. Nada más alejado de este programa que la idea de que cada actuación ha de ser un acontecimiento preñado de curiosidad y atractivos. Sobre el papel, la con razón muy poco interpretada suite sinfónica de la ópera Guerra y paz de Prokófiev párvulamente perpetrada en 1988 por el desparecido arreglista (estropiciador, para ser precisos) inglés Christopher Palmer, se antojaba como la única curiosidad del programa. Muy pronto, entre la insustancialidad de tan fracasado estropicio -que en absoluto hace honor al gran sinfonista Prokófiev- y la tibia y plana visión de Karabits, la media hora que se prolongó tan mal gestionada sucesión de retales se antojó eterna. Nada más pasó.

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