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Crítica musical

Mucho más que latin jazz

Mucho más que latin jazz

El abuelo te llevaba al Mercado Central y, al pasar por la calle Calabazas, te contaba que había trabajado un porrón de años en Alberola y que allí había conocido a don fulano o don mengano, gente importante con vidas llenas de intrigas. Y luego, bajo las impresionantes cúpulas de vidrio y metal, te paseaba por las paradas y te explicaba, mientras intercambiaba chanzas con los dependientes y canturreaba algún fragmento de zarzuela con las dependientas, la diferencia entre el roget y la ferradura.

Y aunque a veces peroraba sobre las distintas variedades de naranjas y sus mejores momentos de sazón, o se perdía en complicadas improvisaciones, ininteligibles para un niño de ocho años, sobre el bacalao salado o las olivas, siempre molaba, porque a ti te parecía que el iaio era el dueño de todo aquello. Que podía hacer y decir lo que le rotara. Y la peña, encantada, porque era un sabio. Igualito que Paquito D'Rivera. El cubano salpicó su recital con abundantes anécdotas y divertidos comentarios.

Certificó que Mozart era de Nueva Orleans, rebozando en dixie su «Concierto para clarinete y orquesta». Fantaseó con cómo hubiera sonado el adagio de «El concierto de Aranjuez» si Rodrigo hubiera nacido en Matanzas (a danzón, claro) y nos regaló un «Nocturno 3» de Chopin caribeño, romántico y familiar. Lo que le dio la gana, oiga, con seis tremendos músicos, su saxo alto, su clarinete y toneladas de diversión, siempre respetuosa con su legado y con el público.

Y mucho jazz de espíritu afrocubano para interpretar la «Danza del fuego» de Falla, que volaba entre lo latino y el swing con naturalidad y maestría. Y una pulla a Miles Davis. Se trataba, dijo, de acercar el cancionero español a esas sensibilidades, como el chotis de Agustín Lara, «Madrid», introducido por una percusión africana y contaminado deliciosamente después por un chachachá y una rumba propia de la isla que el maestro abandonó hace tantos años.

El efecto general, divertidísimo, aunque el resultado pudiera parecer algo inconexo por la ambición de abarcar tantos palos y sonoridades diferentes. No podía faltar el pasodoble, y don Francisco optó por «El gato montés» y «Paquito el Chocolatero», del que, en otra coña más, se atribuyó la composición. Aceleró aquí el tempo, pidió la colaboración del respetable para gritar unos «olés» y hubo lucimiento gitano al piano, la guitarra y el cajón.

También arrancó aplausos la pericia instrumental de El Negrón, que en «El Bajonauta» se peló las yemas ante la atenta mirada del genio cubano y su trompetista Manuel Machado, que observaban el asunto asintiendo como dos señores mayores ante una zanja bien ejecutada, que estos se las habrán visto de todos los colores.

Y, aun así, siendo quienes son, les sobra generosidad, como demostraron al invitar al escenario a dos prometedores jovencitos, con un violín y un chelo, a tocar con el septeto «Entre dos aguas» y a improvisar algún tema más. Al final, la gente tarareaba melodías clásicas a viva voz o musitaba un bolero, riendo y jugando desde sus butacas. Ya les digo, en La Rambleta, echando el ratito con una leyenda.

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