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Crítica

Entre golfos anda el juego

Creado por el golfo de Lorenzo Da Ponte a partir del mito español, el pájaro de Don Giovanni ha encontrado la horma de su zapato en el barítono hispano uruguayo Erwin Schrott y el director de escena Davide Livermore. Ambos han cuajado una representación excepcional en el marco legendario del veterano Festival de Orange, que conmemora esta edición los 150 años de su fundación, en 1869. Ante las 9.000 personas que el martes casi abarrotaron el inmenso Teatro Antiguo construido en la pequeña localidad francesa bajo el reinado de César Augusto en el siglo I, y que es uno de los coliseos romanos mejor conservados, Erwin Schrott, que en 2010 adquirió la nacionalidad de Don Giovanni y Barenboim «avalado» por Plácido Domingo y Santiago Calatrava, lució medios vocales y dramáticos, desparpajo, chulería y sabiduría escénica para aliarse con un burlador que el talento arrollador y atrevido de Davide Livermore envuelve en una acción imaginativa, original y cargada de genialidad.

En realidad el protagonista de este Don Giovanni es el propio controvertido ex intendente del Palau de les Arts de València, que debuta en Orange de la mano de su amigo Jean-Louis Grinda, actual director del festival y reiteradamente invitado antes por Livermore en València durante sus polémicos tiempos de intendente y director artístico. Si en el ámbito de la gestión, Livermore ha demostrado de forma contundente ser un desastre, como director de escena ha vuelto a confirmar en Orange su categoría puntera, que le ha hecho triunfar plenamente ante el reto peliagudo de llevar una ópera clásica como Don Giovanni a un espacio tan mastodóntico como el Teatro Romano de Orange.

Y lo ha hecho sin reservas y con osadía. Con una puesta en escena cargada de imaginación, detalles, hallazgos, señas de identidad propias y destellos ingeniosos. Livermore narra la acción con fidelidad equiparable a su atrevimiento. Los aciertos son incontables, desde el ascensor virtual que eleva al proyectado «Don Erwin» por los 37 metros del monumental frente escénico que preside el inmenso escenario de 103 metros de largo, al uso habilísimo y sugerente de cuidadas proyecciones sobre esa misma fachada; de la introducción en escena a velocidades y frenadas de vértigo de dos coches -un Mégane amarillo convertido en taxi en el que pasa de todo, y el BMW color negro-estremecedor de Il Commendatore y sus mafiosos secuaces-, a los nerviosos caballos siempre a punto de desbocarse, o a una pasarela -la que rodea la orquesta- en la que los cantantes casi interaccionan con el público al estilo más clásico del pequeño cabaret...

Tanta originalidad, tanta invención y vulneración, podría ser cansina, reprobable y hasta tediosa. Aunque, efectivamente, algunas livermoriadas son gratuitas y buscan el efecto y la risa fácil del público -como cuando al inicio del segundo acto irrumpe por enésima vez el Mégane amarillo en escena, ahora averiado y arrastrado por un caballo-, se imponen con rotundidad la agudeza y sensibilidad escénicas de Livermore, quien convierte su particularísima visión del mito español en una de las más sagaces, amenas e interesantes estrenadas en los últimos años en la escena internacional. El realizador turinés derrocha imaginación y medios dentro de un lenguaje fresco, descarado y hasta desvergonzado que sienta de maravilla al embaucador sevillano.

Erwin Schrott que tiene a Don Giovanni metido en la piel y en el alma desde hace bastantes años (ya en 2006 lo cantó en el Palau de les Arts con Maazel), danza, brinca, besa, toca, embauca, miente, seduce y canta con su voz poderosa que proyecta con fuerza hasta la última piedra de la inmensa cávea. Un chorro de voz baritonal generoso y siempre natural, que salió airoso de abordar en tan gigantesca escena un personaje que no para de moverse y de cantar en la dinámica visión del director turinés, quien redondeó su trabajo con el oportuno y variado vestuario de Rudy Sabounghi, la iluminación cuidadísima de Antonio Castro -importado del Palau de les Arts- y los excepcionales vídeos proyectados.

Fue el libertino Schrott lo más admirable de un reparto desigual en el que destacaron la Donna Anna de Mariangela Sicilia, sobresaliente vocal como escénicamente; el belcantista y algo acaramelado Don Ottavio de Stanislas de Barbeyrac (bellísima voz y expresividad, pero su lentísimo «Dalla sua pace» tenía ribetes más caballeistas más que krausistas; luego estilizó mejor «Il mio tesoro»), y la Zerlina de Annalisa Stroppa, cuyo valiosa voz de mezzosoprano no encontró el punto de contraste con las de Donna Anna y Donna Elvira, encarnada por la también mezzosoprano gala Karine Deshayes, veterana intérprete de muy larga y consolidada carrera. La diva fue calurosísimamente acogida por el público paisano de Orange, aunque su rubia Donna Elvira -de rojo ella, de negro la huérfana Donna Anna- era difícil de oír en el registro medio e imposible en el grave. Inexplicable la sonora ovación que escuchó tras su desequilibrado «Mi tradì quell'alma ingrata».

Al discreto Leporello del rumano Adrian Sâmpetrean le faltan presencia vocal y personalidad actoral, carencias que resultaron abrumadoramente remarcadas por la arrolladora compañía escénica de su todopoderoso patrón Don Erwin. Su Leporello inadvertido pasó así casi con más pena que gracia en una escena como la de Orange. La idea de Livermore de convertir el célebre catálogo en una cámara de fotos cargada de imágenes de las infinitas conquistas de su señor y que la siempre frustrada Donna Elvira visualiza con tanta curiosidad como horror, quedó mermada por la falta de chispa vocal y dramática de Sâmpetrean. Discreto y nada impresionante el Commendatore del ruso Alexéi Tikhomirov y anodino el bobalicón Masetto de Ígor Bakan.

En el haber de este Don Giovanni multitudinario mucho tuvieron que ver la en verdad admirable prestación de la Orquesta titular de la Ópera de Lyón, concertada con mano maestra por el veterano director francés Frédéric Chaslin, bien conocido de la escena valenciana por haber dirigido a la Orquesta de València en El martirio de San Sebastián de Debussy en 1997, y en el Palau de les Arts la ópera Faust de Gounod, en febrero de 2009, donde tuvo precisamente a Erwin Schrott como Méphistophélès. Chaslin dirigió en Orange un Mozart articulado a la antigua, de tiempos lentos y cuidadosamente atendido en su empaste y calidad instrumental. Cargado de criterio propio y familiaridad con la partitura, que dirigió de memoria y con encomiable naturalidad. Fue una versión que no tocó el cielo, pero se movió siempre mirando a él.

Por fortuna, el viento de mistral no apareció en la noche donjuanera. El público hizo gala de su tradición centenaria y guardó un silencio maravilloso durante toda la representación, que comenzó a las 21:30 horas y se prolongó hasta casi la una y media de la madrugada. Luego se prolongó de modo inesperado: tras muchas salidas a saludar, bravos y toda la parafernalia del éxito de las grandes ocasiones, Don Erwin pidió y logro silenció a los 9.000 espectadores, y con su caudal de voz y descaro de buen burlador, gritó en un legible francés: «Gracias de corazón, es maravilloso cantar aquí. Pero les quiero decir una cosa: hoy es el cumpleaños de mi esposa amada, y me gustaría que le cantáramos todos el cumpleaños feliz». ¡Dicho y hecho! Unos y otras felices de entonar la manida cancioncilla junto al seductor Don Erwin, que no dudó en arrojarse al público como las estrellas del pop para correr entre las gradas a besar a su esposa, a la que se la veía muerta de vergüenza. ¡Don Giovanni acababa de violar la barrera sagrada que separa escena y público! ¡El golfo de Don Giovanni se acababa de encontrar a sí mismo en los brazos de Don Erwin!

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