Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Crítica

Infalibles maestros cantores

Una de las escenas de «Los maestros cantores» de Wagner. enrico nawrath

Lo tenía bien fácil el director de escena Barrie Kosky y lo tenía muy complicado, imposible casi, el maestro suizo Philippe Jordan. El primero firmaba en Bayreuth la producción de Los maestros cantores de Núremberg que en 2017 reemplazó la tontuna de los cabezudos de Katharina Wagner, mientras que el segundo afrontaba en el santuario wagneriano el reto de reemplazar a Christian Thielemann al frente de la única «comedia musical» de Wagner. Frente al éxito inapelable de Jordan, el director de escena germano-australiano tuvo que sufrir una pitada de aquí te espero cuando salió a saludar al final de la función. Corrían las 22:26 horas del sábado, y habían transcurrido casi seis horas y media del inicio de la función, soberbia desde casi todos los ángulos y puntos de vista.

Apoyado en una espectacular y sofisticada escenografía firmada por la berlinesa Rebecca Ringst, en la que pasa de todo -judíos con kipás y tirabuzones en sus cabezas de miradas descaradamente malignas, estrellas de David, Juicio de Núremberg, el propio Wagner, su esposa Cosima, el amigo judío Hermann Levi, Wahnfried (la casa de Wagner en Bayreuth), el naufragio de Alemania y su posterior recuperación€ y al final, después de tantas cosas, tras tantos desastres y penalidades, Kosky tiene la genialidad de ubicar una segunda orquesta y el Coro incomparable del Festival sobre el escenario, imponiendo con esta presencia plásticamente incluso más emocionante más sobrecogedora, a la música -el arte sin más adjetivos- como el elemento dinamizador que se mantiene intacto sobre la barbarie y la desolación. También quizá sobre la injusticia.

Es difícil discernir si la injusta pitada que estoicamente soportó Barrie Kosky responde a su atrevimiento con el tema siempre polémico en Bayreuth -y fuera de Bayreuth- del poder de los lobbys judíos sobre el curso de la historia, o al original uso de un lenguaje escénico que mezcla incisiva agudeza con un sentido del humor que puede resultar crudo y hasta cínico. Fue, en cualquier caso, un trabajo de una cuidada y hábil factura dramática con una interpretación de la obra maestra wagneriana cargada de argumentos y conocimiento. Kosky convierte a Wagner en Hans Sachs, a Cosima en Eva, a Pogner en Liszt y al diablo de Beckmesser en el célebre director judío amigo de Wagner Hermann Levi (al que el compositor hizo abjurar del judaísmo para que así pudiera dirigir el estreno de Parsifal, en 1882).

Philippe Jordan (Zúrich, 1.974), que había sido fervorosamente aclamado por los espectadores que el sábado abarrotaron las 1974 apretadas y espartanas butacas del Festspielhaus, abrazó con gesto paternal y solidario al abucheado Kosky y no lo soltó hasta que bajó definitivamente el telón tras más de veinte ininterrumpidos minutos de aplauso y entusiasmo generalizado. Fue un gesto noble y generoso. Tampoco se ha dejado amedrentar el maestro zuriqués ante el reto de sustituir al justamente adorado Thielemann, y desde 2017 ha impuesto su propia versión. Una visión noble, gozosa, dramática, caleidoscópica, inagotable de registros y de argumentos; preciosista en el detalle instrumental -soberbia la arpalaudista, que en el tercer y último acto toca y actúa en escena junto al canto imposible y cabreado de Beckmesser-, y de tanto virtuosismo orquestal como calado expresivo. Fueron los suyos unos Maestros cantores casi tan gozosos, hondos y vibrantes como los legendarios de Rafael Kubelík, interpretados en Múnich en octubre de 1967 y venturosamente recogidos en disco. Para la memoria queda su genial dirección de la luminosa obertura, la peligrosísima fuga final del segundo acto, el escalofriante preludio del Acto III, el celestial Quinteto o el resplandeciente final.

El mejor coro del mundo -el titular del Festival de Bayreuth, claro- fue el protagonista máximo de esta función irrepetible. Al empaste, la afinación, la familiaridad íntima con el repertorio, y a la salud y categoría vocal de cada uno de sus bien seleccionados componentes, se añade el trabajo excepcional y constante de su director titular, el ya veterano Eberhard Friedrich, que lo lidera desde el año 2000, cuando reemplazó a Norbert Balatsch. La acústica única de Bayreuth y la ubicación de la orquesta, oculta y sumergida en el invisible «foso místico», contribuyen decisivamente a calibrar y realzar la presencia coral en una obra tan intensamente polifónica como Los maestros cantores de Núremberg.

No anduvo a la zaga el casi multitudinario plantel de voces solistas. El barítono Michael Volle volvió a demostrar ser el mejor Hans Sachs de la actualidad. Dramática y musicalmente. Su ductilidad escénica es pareja a su flexibilidad vocal, que le permite combinar los aspectos cómicos del personaje con el calado vocal y dramático de su impresionante monólogo final. Es difícil para un crítico hablar de un colega tan cáustico como Sixtus Beckmesser, rol defendido con gracia, agilidad física y fuste vocal por Johannes Martin Kränzle. El tenor Klaus Florian Vogt volvió a ser el mejor Walther von Stolzing del siglo XXI -¡con qué calidez y belleza vocal cantó y recantó la Canción del Premio!-, mientras que la gran Camilla Nylund bordó una Eva cargada de ternura, gracia y peso vocal. El noble Veit Pogner del bajo Günther Groissböck; Daniel Behle -un David demasiado pesado vocalmente-, y la mezzosoprano Wiebke Lehmkuhl fueron también cabezas de un reparto sin fisuras cargado de infalibles maestros cantores.

Compartir el artículo

stats