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Un donjuán de toda la vida

Plácido ha sido siempre un Don Giovanni, pero también un Duque de Mantova

Un donjuán de toda la vida

Todos lo sabían, lo sabíamos: tarde o temprano tenía que saltar. Era una certeza que hasta el más despreocupado músico de orquesta, corista o trabajador de cualquier teatro lírico conocía sobradamente: Plácido Domingo ha sido un donjuán toda la vida y ha ejercido sin reservas tal inclinación desde siempre. Y aunque -¡todavía!- no ha llegado a cantar sobre el escenario el mítico personaje mozartiano, su fama y aristas de seductor son tan conocidas en el mundo de la ópera como las del propio mito español. El burlador madrileño ha evolucionado tanto como sus personajes. Plácido ha sido siempre un Don Giovanni, pero también un Duque de Mantova, un Romeo, o, incluso en los últimos años, un Barón Ochs y hasta un Don Pasquale da Corneto. Pero lo que no ha sido ni será nunca -y quien le conoce lo sabe con similar certeza- es un Scarpia, el libidinoso jefe de policía empeñado en llevarse al catre a la pobre Tosca.

Sí, Plácido Domingo ha sido, desde siempre, un reconocido seductor. Amable, respetuoso y exquisito en las formas. Un pescador como Nadir -el pescador de perlas de Bizet-, que más o menos discretamente ha lanzado muchos anzuelos a infinidad de perlas y falsas perlas de la lírica, y cuando ha encontrado respuesta, ha tirado fuerte y sin vacilar de la boya. Y cuando no ha encontrado la respuesta deseada, ha sabido retirarse caballerosamente. Otra cosa es que, ante el carisma y la influencia de tan ilustre y poderoso pescador, algunas damas hayan picado conscientemente el afilado anzuelo para mejorar el currículum.

En estos tiempos «Me Too», de tan exacerbado y manipulado puritanismo made in USA, cualquier acusación o insinuación en temas de acoso sexual encuentra un reflejo y resonancia excepcional e inmediata. Más si, como en este caso, el protagonista es una celebridad. Pero la legitimidad y necesidad de denunciar y castigar sin vacilación todo ello, no justifica, sin embargo, que se mezclen y cuelen sin ton ni son merinas y churras.

Plácido el seductor ha sido, quizá, la primera víctima de su incontenible pasión por el otro sexo, por el «olor a fémina» del que habla Don Juan. Como el regador regado, el pescador Plácido ha sido utilizado por cierto número de cantantes, aspirantes o aprendices de cantantes, para, desde la debilidad del baritonotenor por la fémina («huelo a fémina», dice Don Giovanni como si fuera el donjuán madrileño), desarrollar carreras artísticas al amparo de la influyente sombra de Plácido Domingo.

Pero ello en absoluto ha implicado que el caballero Domingo haya ignorado, dejado atrás o desequilibrado la balanza en detrimento de alguna gran artista que no respondiera a sus anzuelos, o que, simplemente, no le interesara por su aspecto físico. No creo que haya una soprano o mezzosoprano gruesa o fea sobre el planeta que pueda decir que ha sido marginada o perjudicada por tales motivos por el hasta ahora todopoderoso artista.

El apoyo rotundo y evidente a la denuncia y repudio de cualquier acto de abuso sexual o insinuación de acoso no ha de inducir a la hipocresía puritana de meter a todos los «Don Giovanni» en el mismo saco. El caso concreto que ha hecho saltar el asunto Plácido Domingo es el mismo de miles y miles y miles de personas honorables que juegan sus armas de seducción con mayor o menor destreza, pero sin el poder de resonancia y repercusión mediática del cantante madrileño.

Tampoco, claro, con el poder añadido que entraña una personalidad cuya más ligera opinión, consejo o recomendación puede decidir y catapultar toda una carrera artística. Plácido, que se codea con todo y con todos, lo ha hecho siempre con generosidad e inatacable ecuanimidad: ha apoyado artistas, gestores o personas con rigurosa independencia de su aspecto físico o de si usan braga o calzoncillo. La relación extensa es bien conocida en los ámbitos profesionales de la lírica y de la gestión teatral.

Como él mismo argumenta en el hábil comunicado que ha hecho público, los hechos de la denuncia que ha levantado la liebre se remontan a tres décadas atrás, cuando «las reglas y valores por los que hoy nos medimos, y debemos medirnos, son muy distintos de cómo eran en el pasado». Francamente, cualquier persona -incluidas las que han sido objeto de sus ingenuos anzuelos de seductor- no dudará de la sinceridad de las palabras de Plácido cuando escribe en el mismo comunicado: «Es doloroso oír que he podido molestar o hacer sentir incómodo a alguien, da igual cuánto tiempo haga de ello y a pesar de mis mejores intenciones. Creía que todas mis interacciones y relaciones fueron siempre bienvenidas y consentidas. La gente que me conoce o que ha trabajado conmigo sabe que no soy alguien que pueda hacer daño, ofender o avergonzar a alguien de manera intencionada».

Aunque cierto es que las prisiones están llenas de delincuentes que se consideran santos, la trayectoria profesional y -sobre todo- personal del eterno seductor -la palabra «galán» es más apropiada para otros colegas que sin duda también saltarán a la palestra pública por el mismo asunto, pero con motivos bastante más consistentes-, quien conoce al ardiente Plácido Domingo, sus debilidades y sus vivencias más secretas, sabe que sus devaneos han tenido siempre un perfil diletante, incluso un punto ingenuo. Más de Alberich que de Tristán. No tiene nombre que siete cantantes anónimas, una bailarina también anónima y la mezzosoprano Patricia Wulf ponga en cuestión el nombre de uno de los artistas más generosos, empáticos y cercanos de la historia de la ópera. Una cosa es ser un incorregible seductor -¿quién no lo fue alguna vez?- y otra muy diferente acosador o violador. Decididamente, el donjuán Plácido ha sido lo primero, pero jamás lo segundo.

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