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Crítica musical

Bayreuth se provincianiza

Elena Pankratova (Ortrud) en una de las escenas del «Lohengrin» de Wagner en Bayreuth. enrico nawrath

De provincias. Tras la valiente genialidad del Tannhäuser de Tobias Kratzer visto un día antes, la producción de Lohengrin firmada por el estadounidense Yuval Sharon se antoja una función colegial. Una propuesta y realización escénicas impropias de ser presentadas en el santuario universal de la música wagneriana, al que peregrinan anualmente miles de fervorosos devotos del creador de El anillo del Nibelungo para escuchar su obra en las más óptimas condiciones, en el legendario Festspielhaus promovido por el propio compositor en la ciudad bávara de Bayreuth.

Nada de interés ocurre en la azulada, monótona y no resuelta escena de este Lohengrin para el olvido, en el que cantantes y coro se mueven sin sentido conforme a una dirección escénica que parece inexistente. La inexpresividad es tediosa y hasta fastidiosa. El discreto Yuval Sharon sumerge a Bayreuth en la mediocre rutina de un pequeño teatro de provincias y establece con este anodino Lohengrin el más pobre y menos imaginativo trabajo presentado en Bayreuth en las tres últimas décadas. Eso de retener al coro en una imagen congelada mientras canta es un desatino que va contra la propia naturaleza del arte vocal. Asombra que el exigente Christian Thielemann -director musical de este fallido Lohengrin- haya transigido semejante bisoñez escénica.

La fea y más que fea escenografía -firmada al alimón por Neo Rauch y Rosa Loy- se muestra a tono con todo. Para el olvido el dormitorio de Elsa y Lohengrin, con su luminosa y tambaleante columnita de plástico, o la ridiculez de convertir a los personajes en cucarachas que casi glorifican las denostadas ratas de Hans Neuenfels, por no hablar de la pira en la que tan estúpidamente colocan a la pobre Elsa, una escena más propia de la Azucena de Il Trovatore o de la Ulrica de Un ballo in maschera que de la romántica leyenda del Cisne wagneriana.

Mejor transcurrió la fallida representación en el capítulo musical. El formidable Coro de Bayreuth no alcanzó el impacto acústico acostumbrado en una ópera en la que cumple sobresaliente protagonismo. El pésimo y antimusical movimiento escénico fue sin duda la causa de tan mermada actuación. Thielemann, desde el foso invisible, extremó dinámicas y tempi, con un ensimismado preludio del primer acto lentísimo y mórbidamente recreado, mientras que subrayó el del acto III con vivacidad y brillantez que parecían empeñadas en levantar el vuelo en una apagada función que no llegó nunca a encontrar su camino.

Para colmo de males, la programada Elsa de Anna Netrebko dio la espantada para marcharse a Bakú con su flamante marido -el tenor azerbayano Yusif Eyvazov- para disfrutar de un fiestorro familiar. Dejó así la caprichosa e irresponsable diva rusa colgados a sus más fieles seguidores y al resto del respetable. Por supuesto, con el correspondiente certificado médico, un documento tan creíble como el que también presentó Eyvazov en la Arena de Verona para cancelar los mismos días sus actuaciones como Cavaradossi en Tosca. Una y otro tuvieron la desfachatez de colgar fotos en internet en las que se les veía disfrutar del fiestón mientras obligaban a sus fans a conformarse con escuchar a sus respectivos sustitos, en Bayreuth y en Verona. ¡Qué desvergüenza!

La Elsa sustituta fue la alemana Annette Dasch, que años antes había protagonizado el anterior Lohengrin de Hans Neuenfels, el de «las ratas». El tiempo no pasa en balde y la Dasch ya no es sombra de lo que fue. Los agudos forzados, estridentes y destemplados, mientras que el resto de los registros carecen del brillo, fuelle y pureza de otros tiempos. Esta vez ha sido una más que discreta Elsa, cuyo único mérito fue salvar la aprofesional espantada de la Netrebko. Beczala, que aterrizó en Bayreuth el pasado año tras otra cancelación, la de Roberto Alagna, defiende un Caballero del Cisne intensamente lírico, más italiano que wagneriano, empequeñecido por la torpe dirección escénica, pero que encontró su mejor momento en el famoso «In Fernem Land».

La rusa Elena Pankratova compuso una Ortrud correcta pero que a nadie estremeció, mientras que el discreto Telramund de Tomasz Konieczny pasó casi tan inadvertido como el Rey Heinrich de Georg Zeppenfied. Por fortuna, el recuerdo intenso y fresco del Tannhäuser de Tobias Kratzer alivió las cuatro eternas horas que duró la representación.

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