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Crítica musical

Bichkov "rubatea" Parsifal

«Parsifal» en el Festival de Bayreuth. enrico nawrath

Parsifal, última obra de Wagner, el «festival escénico sacro» que supone síntesis y culminación de la obra del genio de Bayreuth y cima mística de la creación universal, ha soportado mil y una versiones e interpretaciones para todos los gustos desde su estreno, el 26 de julio de 1882, en el Festspielhaus de Bayreuth, precisamente el lugar legendario en el que se ha escuchado el jueves. En esta ocasión la nada novedosa reinterpretación escénica -que mezcla musulmanes con cristianos; desnudos con mujeres tapadas hasta los ojos; vino con sangre; la cosa moruna con cruces y crucifijos; sexo y muerte; imágenes siderales con un patio que parece más cordobés que afgano, etcétera?- llega firmada por el colonés Uwe Eric Laufenberg (1960), mientras que la dirección musical es del ruso Semión Bichkov (San Petersburgo, 1952).

Nada nuevo bajo el sol. Aunque el coito en escena entre la desventurada Kundry y el pobre Amfortas es de aquí te espero. Como el proyectado viaje sideral o la vertiginosa lluvia de nubes sobre la que aparecen rostros como la mascarilla funeraria de Wagner, imágenes que rompen y vulneran la estética del discurso narrativo? Detalles que se salen del contexto de una producción bien planteada y articulada, pero no exenta de otros recursos fáciles, tan simples y manidos como los militares que, armados hasta los dientes, irrumpen una y otra vez buscando no se sabe qué en la mezquita-iglesia-monasterio o lo que sea en el marco de una escenografía indefinida que igual sirve para Parsifal que para E l rapto en el serrallo, La italiana en Argel, El dúo de la Africana o El turco en Italia. Tampoco parece muy original la insinuación -velada más que explícita- al conflicto candente de las ocupaciones de Irak o Afganistán. Al menos, esta escena atiborrada de elementos recurrentes no molesta ni distrae el esencial desarrollo de la acción.

Más allá de la oportunidad de cualquier interpretación escénica o dramatúrgica, «queda siempre la música», como comentó al crítico su compañero de sentadas wagnerianas en esta larga peregrinación bayreuthiana que ya toca a su fin. Lo comentaba el despierto vecino de localidad tras sopesar los peros y las virtudes del concienzudo trabajo vertido por Uwe Eric Laufenberg y su escenógrafo Gisbert Jäkel. Y efectivamente, no se equivocaba: la música en verdad grande es inmune a cualquier interpretación o estropicio. Una vez más, la íntima fuerza expresiva del pentagrama de Parsifal se ha impuesto sobre la escena.

Semión Bichkov ama particularmente Parsifal, que no considera una composición sacra, aunque sí como la obra «que más profundamente habla al ser humano desde La pasión según san Mateo de Bach». Fue, de hecho, la primera composición de Wagner que dirigió en su vida, en 1997, en el Maggio Musicale Fiorentino, y que también presentó en Madrid, en el Teatro Real, en abril de 2016, entonces con puesta en escena de Paul Weigold. El maestro sanpetersburgués respira y da aire, espacio y cuerpo a la música, a las lentas melodías parsifalianas. Las cesuras son clave en su lectura flexible y ágil, sin que ello en absoluto reste unción y profundidad. Se podría decir, llevando el asunto casi al límite, que es un Parsifal «rubateado», es decir, con una libertad métrica en ningún momento pierde el pulso interno del compás ni la sutil lógica melódica y armónica de la partitura. Bichkov no se explayó en lentitudes «místicas», pero si en la calidad sonora que posibilita una orquesta y un coro del calibre sobresaliente de los conjuntos estables de Bayreuth. Calibró con verdadera maestría foso y escena para cuajar una interpretación musical de admirable equilibrio e intensidad. «Los encantamientos del Viernes santo» fueron ciertamente celestiales en su hipnótica interpretación.

Tampoco flojeó el apartado vocal, en el que brillaron las muy aplaudidas voces del bajo Günther Groissböck, un Gurnemanz consistente e intensamente expresivo, en la mejor tradición bayreuthiana; el entregado y muy bellamente cantado Parsifal del cada día más encumbrado tenor austriaco Andreas Schager; el Klingsor del bajo-barítono australiano Derek Welton, y el doliente, elegante y muy conmovedoramente cantado Amfortas de Ryan McKinny.

Fuera de escena, la contralto Simone Schröder volvió a ser por enesimamísima la lejana voz inmaculada que pide Wagner, mientras que la soprano rusa Elena Pankratova pinchó con una Kundry que, aunque vitoreada por el público al final de la larga representación -comenzó a las cuatro de las tarde y no terminó hasta bien pasadas las diez y cuarto de la noche-, resultó más gritada que cantada, con agudos extremadamente destemplados y una expresividad más verista que wagneriana. Tampoco fue precisamente ideal su sobreactuada interpretación dramática, incluido un impostado Parkinson en el brazo derecho que, curiosamente, se le curaba cada que se olvidada de él. El público, que ya aplaude al final del primer acto sin ningún tipo de reserva -la tradición en Bayreuth marca el silencio absoluto tras el primer acto- aplaudió todo a diestro y siniestro. Un final feliz para una obra de arte que, efectivamente, mira y se dirige a lo más profundo del ser humano».

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