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Tribuna

Helga Schmidt, una muerte en el destierro

Helga Schmidt, una muerte en el destierro

Durante algunos días los medios de comunicación se han hecho eco, con una justa amplitud, de la extensa biografía que avalaba a esta mujer de personalidad controvertida, al mismo tiempo que, todos aquellos a los que el silencio crítico les permitía un cierto rendimiento, lo han ejercido sin el más mínimo titubeo. Tal parece que, si no cambian las cosas, su imagen corre el peligro de perderse, inserta en ese universo al que Lipovetsky llama «el imperio de lo efímero», en el que los juicios se lanzan -como las modas que pasan-, englobados en la aparente realidad de lo perecedero.

Si algo merece la pena recordar es, que cuando Helga Schmidt llegó en el 2000, se introdujo en un universo extraordinariamente difícil del que, a pesar de su prolongada experiencia en la gestión cultural, conocía más bien poco. Ella, perteneciente a una emergente burguesía centroeuropea, culta, y confiada en el éxito a través del conocimiento y del esfuerzo, iba a habitar en una ciudad con la tradición perdida en aquello que debía desarrollar, sometida, además, al juicio permanente de la duda. Una duda extensa, que se iba a prolongar sobre todos los aspectos que la rodeaban: el edificio, el proyecto, los medios a poner en marcha y hasta sus propios objetivos. Debió de ser una carga perseverar sin quebrarse, asistiendo a, uno tras otro, todos los inconvenientes que se le fueron poniendo por delante en medio de una soledad inmensa. Es cierto que gozaba de un sólido apoyo económico, pero todos los que siendo expertos, asumen profesiones de riesgo - dirigir el Palau de les Arts lo era en aquel momento-, saben que el dinero no es una compensación suficiente para dejarse en el camino, no solo el prestigio, sino lo que es más importante: la síntesis de todo lo vivido hasta el momento.

Helga Schmidt acumuló en una ciudad ajena, el resumen de sus sueños, para lo que puso en marcha la adición de sus experiencias y la vehemencia de sus vínculos personales en un cosmos extraordinariamente competitivo, al que ofrecía cobijo en un espacio grandioso cuyo entramado interior se malparaba, se inundaba cuando llegaba las lluvias, su fachada se descascaraba, y amplios sectores de la sociedad lo tildaban como un proyecto despilfarrado y excesivo, sin intuir, siquiera, que con el paso de los años iba a formar parte de un conjunto de edificios convertido en absoluto referente urbano en un siglo como el XXI, que vuelve a ser en Europa -como lo fuera el XV-, el propio de las ciudades. Porque en ellas se atesora el capital, se acumula el poder, se establecen los medios y los foros de opinión y, por tanto, se convierte en el lugar en el que se dirimen y se incuban las decisiones importantes.

Ahora, aquel cúmulo de arriesgadas inversiones diseñado por un famoso arquitecto cuyos descuidos eran servidos a través de grandes titulares, se ha constituido en la pieza clave de la imagen de nuestra modernidad y de nuestra proyección de futuro que, en su conjunto, no solo induce unos ingresos anuales que superan ampliamente los cien millones de euros, sino que se ha transformado en el ámbito donde se activa positivamente la propia conciencia urbana, incrementando la autoestima y la posición de València entre los territorios emergentes.

Entretanto, en su interior, el Palau de les Arts, a través de la gestión dura y exigente de Helga Schmidt, contribuía muy positivamente a ello, llegando más allá que cualquier otra infraestructura cultural estable.

Cuando, ya una vez desarrollado y prestigiado el centro, se abrió un inmenso revuelo en torno a un supuesto desvío de dinero por el que, de algún modo, acabó siendo investigada, la vida de esa mujer se truncó definitivamente. Tuvo que abandonar sus cometidos y trasladó su existencia y su soledad a otro lugar que, más bien por la actitud de la sociedad que la fue prejuzgando precipitadamente, en vez de ser el inicio de una cierta serena travesía, se transformó en un destierro.

La traté muy poco, dos breves conversaciones, en las que me pareció sumamente discreta y reservada. Sin embargo, tuve ocasión de conversar con gentes que tuvieron un prolongado contacto profesional con ella, coincidiendo en que era un tanto distante, aunque muy tenaz y muy resuelta. Actitudes probablemente necesarias para poderse manejar en un inmenso mundo de profesionales en el que menudean las personas preparadas, pero también, los egos, las competencias y hasta los más nimios e incomprensibles antojos.

A partir de estos días de tristeza, en vez de disfrutar con el olvido, la ciudad haría muy bien en reencontrarla en su memoria. La enorme complejidad de la conducta humana es capaz, como sabemos, de albergar situaciones muy distintas e, incluso, contradictorias, que nos pueden conducir a errores en otros momentos impensables. Debemos evitar a toda costa prejuzgar a Helga Schmidt magnificando sus yerros, y más todavía, hacerlo precipitadamente, aunque llegara el día en que tuviésemos la convicción de que los hechos fueran ciertos. Porque, a mi juicio, logró alcanzar la excelencia, una contribución cultural infrecuente entre nosotros, y más aún, a través de un proyecto de largo recorrido, inmerso en un contenedor grandioso que estaba precipitadamente desahuciado.

A pesar de un final tan atropellado y desastroso, todavía nos cabe la esperanza de que, por encima del miedo pavoroso que le supondría afrontar un escenario legal de aquel calibre, el tiempo y la enfermedad la hayan permitido disfrutar de unos recuerdos felices y de unos éxitos incontestables, que resultaron ser la consecuencia de un gran empeño y de la culminación de una vida totalmente dedicada a ello.

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