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Ofender o no ofender: ¿esa es la cuestión?

Ofender o no ofender: ¿esa es la cuestión?

Hace unas semanas, cuando se anunciaba el estreno de Mientras dure la guerra, decía su director, Alejandro Amenábar, que él no pretendía «ofender a ninguno de los dos bandos» de la guerra civil española. La película arranca con el golpe de Estado contra la Segunda República, en julio de 1936. Entonces, Miguel de Unamuno defendió ese golpe de Estado. Luego, por circunstancias estrictamente personales, cambió de actitud y se enfrentó a Millán Astray y su cohorte fascista en el rectorado de la Universidad. Se dice que Unamuno dijo entonces aquello de «venceréis, pero no convenceréis». Y luego vinieron los «viva la muerte» y «muerte a la inteligencia» en el agrio vozarrón del fundador de la legión.

Según el escritor, republicanos y fascistas eran dos caras de la misma moneda. Cuando Alejandro Amenábar habla de no querer ofender a ninguno de los dos bandos, ignora el sentido «delincuencial» que tiene esa palabra y decide situarse en el punto medio del conflicto: la famosa equidistancia. Pero como bien dice el historiador Francisco Espinosa Maestre en un espléndido artículo publicado recientemente en la revista Pasajes, de la Universitat de València: «No, no hubo dos bandos, sino un agresor y un agredido que se vio obligado a defenderse». Había entonces una República legítima (no un bando) y un golpe de Estado contra esa legitimidad. Entonces, ¿de qué punto medio hablamos? Entonces, ¿de dónde se sacaba Unamuno que republicanos y fascistas eran lo mismo?

Otro asunto importante es la excesiva limitación del foco a la hora de elegir las dimensiones de la historia: los militares sublevados y Unamuno. Sólo eso. Todo el rato te estás preguntando por lo que pasaba en esos momentos fuera de ese foco: la cruelísima represión organizada por los rebeldes desde el primer minuto del golpe. «Eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros», gritaba el general Emilio Mola. Por eso resulta cansino tener que escuchar de nuevo aquello de que «unos» y «otros» son lo mismo. La violencia no fue lo mismo, ni la misma, en la defensa de la República y en la que protagonizaron los golpistas. No me lo invento yo, lo dice la historia más solvente que escarba en los archivos y los trabajos de campo por los pueblos y los tiempos de la guerra y la posguerra. Hay siempre como una extraña necesidad de pedir perdón por hablar en nuestro país contra el fascismo. Sin embargo, sigue habiendo manga ancha para ensalzarlo sin ningún tipo de problemas para sus defensores: lo hemos visto estos días con la exhumación de los restos del dictador.

Por eso, cuando se encienden las luces de la sala, te preguntas si ha pasado algo dentro y fuera de la pantalla. Y, según mi modesto parecer, no ha pasado casi nada o han pasado muy pocas cosas. Por eso, quizás, salí del cine con esa especie de spleen que según Walter Benjamin vertía Baudelaire en Las Flores del mal. Se refería, el escritor y filósofo alemán, a esa «anomalía que bloquea tanto el interés como la capacidad receptiva» de quien, en el caso que nos ocupa, asiste esperanzado al desarrollo de una historia que al final -a pesar de aciertos claros, como la construcción de ese Unamuno tremendamente contradictorio- no es lo que de ella se esperaba.

Ofender o no ofender: creo que no es ésa la cuestión. La cuestión es si de una vez por todas se puede contar, en este país nuestro tan machacado por la desmemoria, una historia sobre el franquismo sin miedos de ninguna clase y, sobre todo, sin otras ataduras que no sean las que exigen la verdad de los hechos narrados y el papel que en todas aquellas circunstancias tan complejas jugaron sus protagonistas.

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